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El amargo sabor de la derrota

Hoy se percibe en Holanda el amargo sabor de la derrota. En este pueblo donde estoy ahora con mi familia, al sur de la Zelanda flamenca, cerca de la frontera con Bélgica, no había calle que no estuviera cubierta de banderines naranja. Hasta el agua de la fuente que había en la capital de esta provincia, tenía ese color. Aquí lo llaman “la locura naranja”.
MARTES AUTOR José de Segovia Barrón 12 DE JULIO DE 2010 22:00 h

Los que me conocen, saben que entre mis muchos defectos, está el no tener suficiente curiosidad por el fútbol. El domingo pasado me sorprendí sin embargo viendo el partido de la final, al volver del culto. Lo hice con mi hijo Natán, que aunque tiene 15 años, es tan aficionado al fútbol que ha jugado esta temporada en un equipo español del Arsenal –¡para que luego diga Oscar Wilde aquello de “bienaventurados vuestros hijos, que heredarán vuestros defectos”–. Como no tengo ni idea, me aleccionó de antemano sobre los aspectos técnicos del partido, pero yo inevitablemente me fijé en tonterías…

La verdad es que lo disfruté, no tanto por el orgullo patrio –ya que aunque soy madrileño, no soy nada nacionalista español, más bien algo apátrida–, sino por ese afán típicamente protestante de ir a contracorriente – ¿se imaginan el júbilo por el gol de Iniesta, en medio del silencio sepulcral de un pueblo holandés? –. Hacía tiempo que no me sentía tan diferente…

Si de fútbol sé muy poco, de Holanda sé un poco más. Las relaciones históricas entre ambos países han sido siempre muy complicadas, pero yo las he vivido en mi propia sangre. Ya que no sólo me casé con una holandesa, sino que tuve una hija en Kampen, cuando estudiaba teología en la Universidad. A ellas no le gusta el fútbol, pero aprovecharon para ver también el partido con nosotros.

EL ESTILO HOLANDÉS DEL BARÇA
Si algunos catalanes no sienten muy suya la selección, después de cómo se ha tratado el Estatut –rechazado por el Constitucional, a pesar de haber sido aprobado por dos parlamentos nacionales y un referéndum popular–, los holandeses no dejan de recordar la herencia catalana que el Barça ha contribuido a la selección. Al fin y al cabo no hacen, sino lo que han aprendido de nosotros, me han dicho algunos familiares…

Yo que llevo una época muy obsesionado con las cosas de mi infancia en los años setenta, no podía salir de mi asombro al ver una antigua foto de Cruyff en blanco y negro en la portada de una de las principales revistas holandesas. Ya no sabía si estaba visitando a mi amigo Curro en el estudio de la serie Cuéntame lo que pasó –que escribe para la televisión española sobre esa época–, o me había introducido en uno de los episodios del pack que estoy ahora viendo de la versión norteamericana de Life on Mars, sobre un policía de Nueva York que regresa a los años setenta...

¿AL REY DE ESPAÑA SIEMPRE HE SERVIDO?
Una de las ironías de la Historia es que el himno nacional de los Países Bajos, que cantaron antes del partido –cuya letra saben todo los holandeses–, dice: “Al rey de España siempre he honrado”. No tiene que ver por supuesto con el rey Juan Carlos, sino con Felipe II. Ya que la frase se debe a las buenas intenciones de Guillermo de Orange (1533-1584), cuando se quería independizar de España, para poder disfrutar de la libertad religiosa que había encontrado en el protestantismo. Le recordaba así que había sido un buen súbdito suyo.

La humillación que han vuelto ahora a sufrir, no deja de compararse con la guerra que aquí llaman de los ochenta años, que acabó en 1648. Aunque todos los comentaristas deportivos holandeses tienen muy claro quién es el culpable de todo, nada menos que el árbitro de la pérfida Albión, que siempre se mete por medio…

Excepto bonito, de todo le han llamado aquí al árbitro inglés Howard Webb. La culpa se ve que siempre la tienen los jueces. Cualquier cosa, menos reconocer la propia derrota. Las imágenes de los jugadores vencidos, es realmente desoladora, para cualquiera que se ponga en su lugar. Ya que en la final no hubo sólo lágrimas de alegría….

LA ANGUSTÍA DE UN MOMENTO
En su cuento En el tiempo indeciso, Javier Marías –cuyas pasiones casi siempre comparto, excepto ésta del fútbol–, le atribuye a un delantero húngaro la siguiente anécdota. En los últimos minutos de un partido, el futbolista realiza un contraataque en solitario. Se ha librado de los dos defensas y en un quiebre magistral elude al portero. Tiene la portería abierta a su disposición y los gritos pendientes de aquellos que están dispuestos a celebrar el gol, cuando ocurre algo incomprensible. El jugador se detiene justo ante la línea de cal y deja el balón quieto, mientras el portero y los defensas vienen con la angustia de estar a punto de ser eliminados de un torneo europeo. “No recuerdo un silencio más asfixiado”, dice Marías.

Es la diferencia abismal entre lo inevitable y lo ya no evitado, lo que aún es futuro y lo que ya ha pasado, el ya y el todavía no. Ese era el silencio que produjo el gol de Iniesta aquí en Holanda. Marías evoca luego ese tiempo indeciso, cuando la esposa del jugador le amenaza con una pistola, enferma de celos. Ya no era “el muro invisible que cierra una portería”, sino el “que separa la vida y la muerte”. La pausa no es duda –para Marías–, sino la representación de un abismo.

EL MIEDO DEL PORTERO
Cuando estudiaba en la Universidad de Madrid, empecé a frecuentar los cines Alphaville, que era una de las pocas salas que proyectaban entonces películas en versión original. Tenía entonces un café en el que se podían ver gratuitamente algunas cintas inéditas en España e incluso escuchar a veces al director. Recuerdo especialmente la visita del realizador alemán Wim Wenders y la presentación de su segundo largometraje, El miedo del portero ante el penalti (1972), basado en la novela de Peter Handke, que escribió con él el guión.

La película sigue bastante literalmente el libro, publicado ahora por Alfaguara. Habla sobre un mecánico que había sido un famoso portero. En el libro va a trabajar una mañana, pero le comunican que le han despedido. Wenders comienza sin embargo la historia con el portero en el campo, esperando el avance de los contrarios, cuando incomprensiblemente se deja meter un gol. Protesta sin embargo al árbitro, a quien insulta, mandando el balón fuera de campo. El árbitro le muestra entonces la tarjeta roja, que le expulsa del partido. La secuencia final le pone ahora en la tribuna observando el juego...

¿DE QUIÉN ES ENTONCES LA CULPA?
El hombre se encuentra en ese momento de indecisión –que abre la puerta al abismo del cuento de Marías–, pero cuando se ve vencido, se enfada con el árbitro, siendo finalmente expulsado –como en la novela de Handke llevada al cine por Wenders–. Así la humanidad prefiere verse como la víctima de unas circunstancias que no ha creado. La culpa es del juez que tiene la última palabra.

Intentamos encontrar así consuelo, para la desolación de nuestra derrota, pero en el fondo de nuestro corazón sabemos que hay un Dios y Juez del universo, al que tenemos finalmente que dar cuentas. El veredicto ha sido ya pronunciado: Hemos perdido el partido. Podemos seguir echando la culpa al árbitro, pero “todos moriremos una sola vez y después vendrá el juicio” (Hebreos 9:27).

EL EVANGELIO ES PARA LOS PERDEDORES
El Evangelio es sin embargo para los perdedores. Los que cansados de buscar las riquezas, la fama y la gloria de este mundo, se ven fracasados y en completa derrota. El Reino de los Cielos es comparado así a un trofeo de valor incalculable. Es la perla de gran precio de la que habla Jesús en el Evangelio (Mateo 13:46), pero ¿no es Él también el mercader que vende todo lo que tiene para comprarla?

Cristo ha vencido así la competición, que todos hemos perdido. Por medio de Él podemos recibir la medalla, que ha ganado para nosotros. “Puestos los ojos en Jesús”, pongamos toda nuestra atención en Él, “pues de Él viene nuestra confianza y es quien hace que confiemos cada vez más y mejor” (Hebreos 12:1-2). Por esa confianza de la fe, podemos ser “más que vencedores” en Cristo Jesús (Romanos 8:37), “quien nos amó y nos dará la victorial total”.
 

 


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