La propuesta es la reacción ante la degradación creciente que se observa en las aulas españolas, que en determinados casos y momentos pasan de ser aulas a ser jaulas, en las que el profesor-domador o domador-profesor se encierra durante varias horas al día con potenciales fieras salvajes, tratando primero de mantenerlas a raya y así salvar su integridad física y moral e intentado luego, una vez conseguido lo anterior, inculcar algo provechoso en sus cabezas.
No estoy seguro de la eficacia de las medidas propuestas, porque el problema se me antoja de mucho mayor calado y extensión, como para ser atajado simplemente destacando la figura del profesor. El problema de la pérdida de autoridad no se limita al colegio y por supuesto no es en sus dependencias donde tiene su raíz. Ese problema tiene su origen en el hogar y a partir de ahí se difunde a todas las esferas de la vida; de manera que si la autoridad de los padres se ha diluido en la familia, difícilmente se va a solucionar poniéndole una tarima al profesor.
La educación de los niños y jóvenes ha sido tradicionalmente un taburete compuesto de tres patas: la familia, la iglesia y la escuela. Tres grandes instituciones educativas que durante siglos han sido las grandes sostenedoras de ese proceso generacional de transmisión que, según afirmaron los griegos, es lo que diferencia a los seres humanos de los animales. La física nos enseña que un cuerpo descansa en equilibrio perfecto cuando tiene tres puntos de apoyo, siendo tres también las instituciones que han demostrado ser eficaces en el equilibrio de la educación.
Entre las tres había una especie de reparto de competencias, pero sin perder de vista que todas ellas trabajaban para un objetivo común: la educación de los futuros hombres y mujeres. A la iglesia le competían mayormente los aspectos morales y espirituales, a la escuela los intelectuales y profesionales, y a la familia los físicos, psicológicos y sociales.
Pero he aquí, que nos encontramos conque la iglesia ya no es la fuerza que antaño fue, habiendo perdido mucha de su influencia, no sólo en la vida pública sino también en la estimación individual; la familia, al haberse trastocado los papeles asignados a cada uno de sus miembros, anda a la búsqueda de una nueva identidad que nadie sabe muy bien cuál es y finalmente la escuela es la expresión del deterioro que sufren las otras dos grandes instituciones educativas. ¿El resultado? La confusión actual, que convierte las aulas en jaulas, donde potenciales pollinos y vándalos pretenden, sin dar ni golpe, recibir, no obstante, sus títulos como si se hubieran esforzado concienzudamente para ganárselos. Toda una filosofía de vida, por la que la desidia vive cómodamente anclada en la pereza, pero recibe también la recompensa de la diligencia. Avanzando un poco más por esa senda se llega a la apoteosis del vicio y al hundimiento de la virtud, porque ¿para qué esforzarse, si al final los que no se esfuerzan obtienen lo mismo que los que se esfuerzan?
Si a este proceso de deterioro de esas tres grandes instituciones, le sumamos el avance incontenible de dos grandes fuerzas que, mal dirigidas, pueden ser devastadoras en el terreno educativo, tenemos todos los ingredientes para comprender que el problema es bastante mayor como para ser resuelto por medio de una tarima. Esas dos grandes fuerzas son la calle y la tecnología.
La calle es la red de amistades y relaciones, que aparecen en una etapa de la vida y que toman una dimensión preponderante, desplazando en cuanto a influencia a cualquier otra influencia, incluida la de la familia o la iglesia. No quiere decir que ha de ser mala, pues juega un papel en el desarrollo social y psicológico del adolescente y del joven, al abrirlo a un mundo que de alguna manera va a ser el mundo con el que se va a encontrar a partir de ahora: con sus riesgos y toma de decisiones, con sus peligros pero también sus oportunidades.
En España la calle, en el aspecto preocupante, estaría bien definida por ´el botellón´, la afición de todos los fines de semana en la que miles de jóvenes se dedican hasta altas horas de la madrugada a beber o ingerir sustancias tóxicas en espacios públicos, creándose una dependencia al alcohol, ocasionando múltiples molestias a los vecinos y en ciertas ocasiones generando disturbios públicos. Lo que comenzó siendo pasatiempo y distracción se ha convertido en problema social.
La tecnología es la otra gran fuerza que puede ser educativa o des-educativa. Es evidente que la televisión, Internet, video-consolas, móviles y demás parafernalia electrónica tienen un gran poder para formar (o deformar) las conciencias y personalidades. Sus criterios sobre lo que está bien y lo que está mal, sobre lo que conviene o no hacer, y, en fin, sobre todo lo que incide directamente en la formación del carácter y de la personalidad, están al alcance de un clic de ratón o de una tecla, de tal modo que un mundo de posibilidades está, como por arte de magia, al alcance de la mano. Naturalmente en ese inmenso océano de la tecnología hay creaciones edificantes e inspiradoras y otras monstruosas y destructivas.
La cuestión es: Si las tres grandes instituciones educativas están perdiendo peso a marchas forzadas y las dos grandes fuerzas que necesitarían la supervisión y dirección de esas tres, avanzan sin que nada ni nadie las encauce ¿adónde irá a parar todo esto? Se necesita algo más que una tarima. Se necesita una regeneración individual, familiar y social. Se necesita el evangelio.
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