La idealización se puede aplicar a muchos campos de la experiencia o del pensamiento, pero probablemente sea la Historia la más sujeta a esa clase de proceso. Las colectividades, sociedades y naciones precisan crear sus arquetipos idealizados, encarnados en determinados personajes que se convierten en punto de referencia y admiración perdurable.
Entre muchos cristianos ese mecanismo de idealización se ha aplicado al nacimiento y desarrollo de los Estados Unidos como nación. Si bien es cierto que la semilla del evangelio tuvo un papel preponderante en la génesis y posterior avance de aquella nueva nación, no es menos cierto que otras fuerzas, de índole muy diferente, también jugaron un papel decisivo, entre las que podríamos citar la masonería, el deísmo y la ilustración, entre otras. Pero obviando esa realidad, muchos tienen la romántica idea de que de los cuarenta y cuatro presidentes que Estados Unidos ha tenido, todos, desde Washington hasta Obama, han sido evangélicos menos uno, Kennedy, que era católico. Sin embargo, tal idea no es más que una idealización fantasiosa de lo que nos gustaría que hubiera sido. La realidad es otra.
Centrándonos en la primera etapa tras la declaración de Independencia (1776), de
los cuatro primeros presidentes, Washington, Adams, Jefferson y Madison, los tres primeros eran deístas y unitarios todos ellos. Es decir, estos hombres fueron producto de su época, cuando determinadas corrientes intelectuales y espirituales estaban en boga, tanto en aquella orilla del Atlántico como en esta. El deísmo y el unitarismo, ambos hijos del racionalismo, se iban abriendo paso en el siglo XVIII entre las élites cultivadas e influyentes, para las cuales el evangelio y la revelación bíblica, tal como habían sido entendidas hasta entonces, eran producto de la superstición y de la ignorancia.
De lo que se trataba, ahora que amanecía una nueva edad, la edad de la razón, era de someter las antiguas creencias al tribunal supremo de la razón humana. A consecuencia de su dictamen, la revelación bíblica y el evangelio fueron condenados como el producto de siglos de oscurantismo eclesiástico. Lo que había que hacer era expurgarlos de todo lo que fuera dogmático, sobrenatural o irracional, de manera que la
religión de los deístas americanos resultó ser lo suficientemente ambigua, impersonal y ampliamente racional como para citar escasamente la Biblia o para no mencionar a Jesucristo en otra manera que no fuera como un referente ético. La Revelación tenía que estar sujeta a la Razón.
Por su parte el unitarismo, que posteriormente se fundiría con el universalismo, esto es, la negación de que exista una condenación eterna, negaba la Trinidad, reduciendo a Jesús a ser mero hombre, aunque con un papel especial en el propósito de Dios. Poco a poco, el unitarismo se fue diluyendo en un sistema que negaba la incapacidad humana para salvarse y afirmaba su capacidad racional y moral para escoger y hacer lo que Dios ha mandado. La persona de Jesús se convertía en un gran, pero mero, referente moral a ser imitado y su obra en la cruz era despojada de su carácter expiatorio por el pecado.
Difícilmente un cristiano evangélico podría identificarse con tales corrientes de pensamiento, sin negar su fe. De manera que sería imposible intentar catalogar a estos cuatro hombres, Washington, Adams, Jefferson y Madison, como evangélicos, y hasta habría que hacer encaje de bolillos para calificarlos como cristianos. Washington, por ejemplo, hablaba siempre de Dios en términos tales como ´Gran Arquitecto´, ´Poder Supervisor´, ´Gobernador del Universo´, ´Gran Soberano de los Acontecimientos´, fraseología que se acercaba bastante a la que la masonería usaría para referirse a Dios. Washington nunca citaba a Jesucristo.
Por su parte Adams, quien durante toda su vida estuvo fascinado por el tema de la religión, concebía al cristianismo como la mejor religión de todas, pero entendiéndolo como un sólido aliado de la moralidad, la cual es necesaria para construir una sociedad y una nación con bases duraderas, donde haya buenos maridos y buenas esposas, buenos padres y buenos hijos, buenos amos y buenos esclavos. Es decir, para Adams el cristianismo era bueno porque era útil. Su bondad y verdad estaban íntimamente asociadas con su utilitarismo social y nacional y ese utilitarismo era la piedra de toque para determinar su valor. No la doctrina, ni los credos, ni la fe. Al igual que Washington, Adams se refería a Dios como ´el Poder que mueve, la Sabiduría que dirige y la Benevolencia que santifica´.
Jefferson, a quien algunos denominaban incrédulo, ateo y archidemonio, se consideraba a sí mismo un auténtico cristiano, porque estaba sinceramente apegado a la enseñanza de Jesús, prefiriéndola a cualquier otra. En 1819 declaró que su principio fundamental era
´el opuesto al de Calvino: que somos salvados por nuestras buenas obras, las cuales están en nuestro poder y no por nuestra fe, que no está en nuestro poder´. Todo lo que fuera más allá de ese moralismo humanista era, para Jefferson, invención interesada de clérigos y eclesiásticos que habían corrompido el mensaje original de Jesús.
Hoy los Estados Unidos tienen un presidente, Barack Obama, que profesa ser cristiano evangélico. Así que habría que esperar que sus llamamientos a esa nación sobre determinadas cuestiones fueran en coherencia con su fe, o al menos no la contradijeran en exceso. Sin embargo, como veremos, la paradoja es que algunos llamamientos que hicieron a la nación los primeros presidentes, quienes eran deístas y unitarios, fueron de una naturaleza tal, que se acercan bastante a lo que un evangélico pensaría, mientras que el que ha hecho Obama, quien es cristiano evangélico, al declarar a junio de 2009 Mes del orgullo Gay, se acerca bastante a lo que pensaría un pagano. El mundo al revés.
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