Estuvieran donde estuvieran los fieles católicos, durante siglos, todos escucharon la Misa en esa lengua, no importando si estaban en el hemisferio norte o en el sur, en oriente o en occidente, si eran blancos o negros, ni tampoco cuán cercana o alejada estaba su lengua materna de la latina.
En nuestro caso, muchachos de ocho a dieciséis años, cantar por ejemplo el
Tántum ergo se convertía en todo un ejercicio de especulación lingüística, ya que salvo las tres primeras palabras del himno,
Tántum ergo sacramentum, que éramos capaces de reconocer aunque no entender salvo la tercera, todas las demás quedaban al arbitrio de cada cual que, como buenamente podía, trataba de acercarse en la medida de lo posible, o de lo imposible, a lo que el director, un sacerdote, cantaba.
Es decir,
cantábamos no sólo sin saber lo que decíamos sino también sin decir lo que teníamos que decir. Las agresiones y violaciones al latín se sucedían sin solución de continuidad durante el canto, mientras el intenso olor a incienso se difundía por todo el recinto, poniendo una nota de contraste entre la ignorancia de lo que canturreábamos y el halo sagrado de la ocasión. Sospecho que el hecho de que la ceremonia se oficiara en una lengua desconocida y misteriosa para el común de los mortales servía para afianzar un cierto sentido de lo trascendente asociado a la liturgia que se celebraba, estableciendo también una diferencia cualitativa entre el que oficiaba, conocedor de la lengua, y los que asistían a la ceremonia, ignorantes totales de la misma. De esa manera se contribuía a recalcar la distinción, tan especial para la Iglesia Católica, entre clérigo, el experto que conoce y administra las claves, y seglar, el inexperto que depende del primero.
Si hubiéramos retrocedido en el tiempo varios siglos hasta la Hispania romana, el
Tántum ergo hubiera sido familiar a oficiante y asistentes, porque el latín era la lengua materna de todos ellos. Pero ahora estábamos en el siglo XX y lo que para nuestros antepasados remotos era familiar, para nosotros nos resultaba una jerga extraña y desconocida. De manera que lo que para unas generaciones fue su lengua materna, con el paso del tiempo, se había convertido para otras en una ajena.
Menos mal que los judíos no esperaron siglos y cuando detectaron los primeros indicios de que su lengua nacional, la hebrea, se estaba quedando obsoleta, inmediatamente se pusieron manos a la obra para que la Palabra de Dios, registrada en esa lengua, no se quedara también obsoleta para las nuevas generaciones.
Y así es como llegamos al siglo V a. C., cuando setenta años de deportación fuera de la Tierra Santa habían operado profundos cambios en los judíos que habían regresado a su hogar ancestral. Aquí tenemos a una nueva generación que había nacido en Babilonia y que se puso en contacto con otra lengua distinta a la suya: el arameo, la lengua internacional de la época. El fruto de ese contacto será doble: primero, porque la lengua hebrea tomará préstamos lingüísticos, giros y elementos gramaticales propios de la aramea; segundo, porque las nuevas generaciones preferirán la nueva lengua que les abre un universo de posibilidades que no les permite la lengua de sus antepasados, produciéndose así un desplazamiento lingüístico de una a otra.
Poco a poco, la lengua hebrea irá quedando reducida al hogar y a la sinagoga, usándose la aramea más y más en todos los demás aspectos de la vida. Las consecuencias de todo esto son fáciles de imaginar: por primera vez este pueblo necesita una puesta al día del mensaje de Dios para que le sea comprensible a las nuevas generaciones, porque el texto fijado por escrito ya no les es familiar. Hace falta una traducción.
Hay un pasaje en el mismo Antiguo Testamento que avanza esa necesidad de traducción. Es el instante en el que Esdras, en un momento solemne, lee ante los regresados del exilio el libro de la ley, haciéndose al respecto el siguiente comentario:
´Y leían en el libro de la ley de Dios claramente, y ponían el sentido, de modo que entendiesen la lectura.´(1)
Ahora bien, si lo que allí se leía hubiera sido perfectamente inteligible para los oyentes estaría demás añadir esta apostilla. Pero precisamente porque los oyentes no podían entender totalmente la lectura es por lo que hace falta una ayuda. Según los talmudistas(2) posteriores, la frase ´el libro de la ley´ se refiere a la Escritura, la palabra ´claramente´ al Tárgum, esto es, la traducción al arameo y ´el sentido´ a la división en párrafos.
Así pues, aquí se está sentando un importantísimo precedente que el mismo Antiguo Testamento sanciona como perfectamente legítimo y necesario: la adecuación, por medio de la traducción, de la Palabra de Dios a la lengua que la gente puede entender.
Lejos de considerar a la lengua hebrea como intocable, super-sagrada e imposible de ser sobrepasada por otra como vehículo de comunicación de la Revelación de Dios, lo que en cierta manera la Iglesia Católica hizo con el latín, Esdras y sus compañeros quebrarán con anticipación esa norma, abriendo una nueva vía hasta entonces intransitada y estableciendo, implícitamente, un principio supremo:
Es la Palabra quien ha de ponerse a la altura de la gente en su lengua materna y no esperar a que la gente se ponga a la altura de esa Palabra en una lengua que no es la suya propia. Aquel gesto de Esdras, que aparentemente no tenía demasiada trascendencia, suponía la introducción de una pauta que con el tiempo se convertiría en esencial para la divulgación universal de la Biblia...
1) Nehemías 8:8
2) T. Bab. Nedarim, fol. 37. 2. & Megillah, fol. 3. 1. & Hieros. Megillah, fol. 74. 4.
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