El problema se agudiza aún más cuando se trata de solicitar por escrito permisos oficiales para realizar actos en lugares públicos cuyo eje gire alrededor de la predicación del evangelio. Entonces hay que andar buscando una terminología lo más aséptica posible que no levante sospecha alguna de que el acto en cuestión tenga que ver con proselitismo. En la búsqueda de esa terminología hay que poseer la misma sagacidad conceptual y lingüística que cualquier avezado abogado experto en sutilezas legales.
Y es que
hemos llegado en España, que presume de ser una sociedad tolerante y abierta, a una situación de tener que andar buscando posibles rendijas y grietas en esta hermética armazón ideológica, celosamente cerrada hacia todo lo que tenga ver con la expresión pública de la fe cristiana. Solamente los actos católicos tradicionales (procesiones, festividades locales, etc.) están por encima de ese formidable escrutinio al que todo lo que tenga que ver con Dios está sujeto. Y si todavía queda algún romántico espontáneo que quiera lanzarse al ruedo que se atenga a las consecuencias. Hace algunas semanas algunos gitanos evangélicos experimentaron la indignación y denuncia de los viandantes en la plaza del Pilar en Zaragoza. ¿Su crimen? Atreverse a proclamar el evangelio como ellos lo hacen dentro de sus templos: con muchos aleluyas, exhortaciones, amenes, llamamientos y abundantes efluvios de sentimiento y pasión. En una palabra, presentaron el evangelio como saben hacerlo: desde el corazón. Pero claro, eso es insoportable en un contexto social en el que todo tiene que ser políticamente correcto, incluida la exposición de la fe cristiana.
¿Quién se acuerda ya de aquellas salidas de antaño a los parques con material infantil (guiñol, marionetas, mimo, etc.) para tratar de presentar de forma amena el evangelio a los niños y de paso a sus padres? Si hoy se te ocurre hacer algo así te llevan hasta el tribunal de Estrasburgo, por pretender inocular en las mentes de esas cándidas criaturas tus creencias, lo cual es, a todas luces, un atentando contra los derechos humanos. Ahora eso sí, en la escuela pública sí se les pueden enseñar todas las desviaciones imaginables en lo referente a la familia, al matrimonio, a la sexualidad y a la naturaleza humana. ¡Todo un ejemplo de ecuanimidad e igualdad de oportunidades!
Ante el cariz que las cosas han tomado no es extraño que muchas iglesias se hayan decantado por los perfiles social y cultural, porque estos sí son políticamente correctos y socialmente aceptables. Es decir, se trata de proyectar una imagen que aleje definitivamente cualquier sospecha de proselitismo y nos dé el visto bueno de aprobación oficial. Solamente hay un peligro en esto: el abandono de la predicación del evangelio en el que deben estar presentes conceptos como pecado, condenación, arrepentimiento y salvación. Si soslayamos esto es fácil que nos convirtamos en entidades de carácter social y cultural, no muy distintas de otras ya existentes. De esta manera terminaremos dando a la gente aquello que la gente quiere recibir, y al hacerlo recibiremos el
nihil obstat social y oficial. Claro que será a cambio de habernos convertido en otra cosa distinta a la que el Fundador de la Iglesia tenía en mente.
Las palabras que provocan, como por arte de magia, la desaparición instantánea de los oyentes en las calles y plazas españolas cuando el predicador abre la boca, son las cuatro mencionadas anteriormente: pecado, condenación, arrepentimiento y salvación. Nadie quiere oír hablar de eso y su mera mención es
casus belli.
Lo sorprendente es que esta misma sociedad que repudia de manera tan enérgica una palabra tal como arrepentimiento, de repente ahora se ha dado cuenta de la importancia del arrepentimiento. Me refiero al hecho de que
de pronto nos ha entrado un vivo celo por exigir el arrepentimiento a una determinada clase de personas. Ya no basta con que hayan cumplido sus condenas que la Justicia les impuso en su día, sino también que digan que se han arrepentido y lo demuestren. Así que una palabra tan obsoleta y eclesiástica como era arrepentimiento, de la que salíamos huyendo nada más oírla pronunciar, haciendo mofa y burla de la misma y de quien defendiera su necesidad, resulta ser ahora la condición vital para que ciertas personas reciban el perdón social.
Estas personas serían:
maltratadores de mujeres, violadores, pederastas y terroristas. ¿Por qué precisamente ahora nos hemos dado cuenta de que hace falta algo más que el mero cumplimiento de las penas privativas de libertad (que en muchas ocasiones son irrisorias)? ¿No será porque, después de todo, de la arcaica palabra arrepentimiento, a la que nosotros habíamos finiquitado, no es posible prescindir? ¡Ay, cuánta soberbia humillada!
Por eso
sería bueno volver a descubrir su significado y para ello nada mejor que ir a la Biblia. Así descubriremos que en la lengua hebrea, arrepentimiento (shub) significa dar la vuelta, es decir, dar un giro de 180º y en la lengua griega arrepentimiento (metanoeo) significa cambiar de manera de pensar.
Mientras que el hebreo enfoca el cambio en la conducta, el griego lo hace en la motivación, siendo los dos enfoques mutuamente complementarios. La dirección de ambos cambios debe ser, en primer lugar, hacia Dios. Pues bien, eso que la sociedad española exige, sin base jurídica, a determinado tipo de delincuentes (¿por qué no a todos?), es lo mismo que Dios lleva demandando, con base jurídica, a esa misma sociedad desde hace ya mucho tiempo. Por eso sería muy bueno que, además de exigir el arrepentimiento social a algunos, practicáramos el arrepentimiento espiritual, esto es hacia Dios, todos.
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