Al visitante hambriento de conocimiento le ocurre algo similar a lo que le pasaría a un indigente que lleva varios días sin comer y a quien se le introdujera en un buffet con la advertencia de que tiene un corto lapso de tiempo para hacer uso del mismo: el peligro de indigestión sería muy probable. Y es que hay tanto que ver, tanto que visitar, que la saturación de información y datos, si no se dosifica, puede terminar en empacho. Por otro lado, se corre el riesgo de hacer un popurrí en el que se mezcle la fontana de Trevi con las Catacumbas y la Estación Términi, acabando en un desbarajuste mental de proporciones megalíticas. Así pues, si logramos eludir estos escollos, saturación y desbarajuste, una visita a Roma será una de las experiencias más gratificantes que podamos tener.
Pero antes de nada hay que desmitificar la ciudad, no porque padece los mismos atascos insufribles que cualquier otra sino porque supera en suciedad a muchas. Uno de los metros más tétricos que nunca he visto es la línea B (Roma solo tiene dos líneas de metro) en la que los vagones parecen haber sido asaltados por las huestes de Alarico, al punto que desde el andén no se ve lo que hay en el interior de los vagones y desde dentro de los mismos es casi imposible ver lo que hay en el andén, tal es el fárrago de grafitis que embadurna las partes metálicas y las cristaleras de los vagones. Muchas calles de la ciudad están degradadas hasta niveles de fealdad inimaginables, por la proliferación de los mismos. Al lado de Roma, Madrid, que no escapa a la acción de los grafiteros, es casi inmaculado. Pero en fin, si la palabra grafiti es italiana entonces Roma no solo es la cuna del Imperio Romano y de la Iglesia Católica sino también del grafiti, al que tal vez los romanos, por aquello del síndrome de tolerancia, se han acostumbrado. Pero a los defensores en España del grafiti como arte yo les recomendaría que se dieran una vuelta por esa ciudad. Y es que si los grafitis de Roma son arte también podemos decir que el canibalismo es gastronomía.
Frente a las colas interminables para ver el Vaticano (no quiero imaginar lo que será en julio o agosto) destaca la soledad casi absoluta del lugar donde reposan los restos del apóstol Pablo. Están en la basílica de San Pablo Extramuros que, como bien dice la palabra, está situada fuera de la muralla de la ciudad, al lado de la antiquísima vía Ostiense, donde el apóstol fue decapitado. Hay que hacer un esfuerzo de tiempo y desplazamiento para ir allí, porque San Pablo Extramuros está fuera del circuito turístico estándar. Las líneas de autobuses expresamente creadas para hacer los recorridos turísticos clásicos no pasan por allí, de manera que el viajero ha de tener mucho interés personal para realizar esa visita. La basílica es una inmensa iglesia de cinco naves, sostenidas por formidables columnas que dan una sensación de grandeza pero también de desolación ante esos enormes espacios vacíos.
Pero si el apóstol Pablo está casi solo en San Pablo Extramuros, ocurre todo lo contrario con el apóstol Pedro en el Vaticano, adonde un río inacabable de autocares fluye diariamente con gente para besar el pie de su estatua de bronce. Creo que esa soledad de San Pablo en Roma es bien elocuente. En un sentido, es la soledad que sus enseñanzas tienen en esa institución para la cual Pedro, ataviado de papa, lo es todo. Porque la justificación por la fe no es precisamente la doctrina más amada por la iglesia de Roma y la reprensión de Pablo a Pedro en Gálatas 2:11-16 no es la mejor prueba de infalibilidad papal en cuestiones de doctrina sobre fe y costumbres.
Si existe una expresión que inunda la ciudad de Roma por doquier es PONT MAX. Ya sea en la fontana de Trevi, en el Vaticano o en el Coliseo, PONT MAX, seguida del nombre del papa de turno, es la siempre presente alusión a la huella del papado en Roma. PONT MAX es la abreviatura de las palabras latinas PONTIFEX MAXIMUS, esto es SUMO PONTÍFICE.
Entre todos los títulos que el papa tiene, y tiene muchos: Vicario de Cristo, sucesor de San Pedro, patriarca de Occidente, primado de Italia, arzobispo y metropolitano de Roma, soberano del estado de la Ciudad del Vaticano y siervo de los siervos de Dios, ninguno tantas veces esculpido en los lugares más emblemáticos como ese de PONT MAX. Es en Roma, la patria del latín y del Imperio, donde esa expresión adquiere su plena dimensión.
Porque
PONTIFEX MAXIMUS era el título que los Emperadores romanos tomaron para sí a partir de Octavio (27 a.C.-14 d.C.), de manera que todos los poderes religiosos se encarnaban en la persona del Emperador. Es una expresión, por tanto, con una fuerte carga pagana y absolutista que quiso ser cristianizada, como tantas otras cosas anti-cristianas, cuando León Magno († 461) asumió ese título, siendo a partir de entonces, a juzgar por su difusión que casi llena Roma, el preferido de los papas.
¡Cómo contrasta ese título de poder y gloria terrenal con el espíritu que se respira en las catacumbas! Esos interminables corredores laberínticos subterráneos, donde los cristianos del tiempo de las persecuciones enterraban a sus hermanos en la fe y hallaban consuelo espiritual, hablan bien alto de una iglesia despojada de pretensiones mundanas y que pagaba un costoso precio por sus creencias.
Si Roma está llena de la expresión PONT MAX, las catacumbas lo están de inscripciones como IXTHUS, SOTHER y otras similares, referidas todas a Cristo. ¡Qué desplazamiento de énfasis!
Las catacumbas representan a una iglesia pobre en tantos sentidos, aunque rica en el más importante. Justo lo contrario del espíritu que desprende la basílica de San Pedro, en donde la grandeza humana y la riqueza artística y material han acabado por sepultar, en más de un sentido, al pescador que un día fue llamado por Jesús. Toda una lección de la que tomar nota.
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