Cualquiera que desee estar homologado ha de coincidir y concordar con ese patrón original, siendo la falta de conformidad con el mismo suficiente razón para descalificar al aspirante a la homologación. De aquí se deriva que el concepto de homologación está íntimamente ligado con los de autenticidad y veracidad.
Cuando yo era niño se nos enseñaba que un metro no es simplemente una longitud de diez centímetros o cien centímetros o mil milímetros, porque eso significaría volver a preguntarse qué es un decímetro, centímetro o milímetro. La respuesta era que
un metro es la distancia entre dos líneas hechas sobre una barra de platino e iridio que se conservaba en la Oficina de Pesos y Medidas de París. Al ser de platino e iridio se suponía que no sufría alteraciones debido a los cambios de temperatura. Ese era el metro-patrón universal y a partir de ahí cualquier metro que pretendiera estar homologado debía acercarse todo lo posible al de París; en la medida en que se alejara era un metro espurio o falso.
Así que
aquella barra guardada celosamente en una urna en París nos remitía siempre al metro primordial. Posteriormente, y con el avance de la ciencia, se definió el metro en otras maneras tal vez más exactas aunque también más abstractas; así en 1960 se redefinió como 1.650.763,73 longitudes de onda de la luz anaranjada-rojiza emitida por el isótopo criptón 86. Y hace poco más de 20 años se volvió a redefinir como la longitud recorrida por la luz en el vacío en un intervalo de tiempo de 1/299.792.458 de segundo. Aunque si hubiera que escoger yo me quedaría con el metro de la Oficina de París, que tenía el encanto de lo sencillo, cosa que les falta a los isótopos y a la luz en el vacío, asociados a esas ristras de números imposibles de memorizar.
Pero
volviendo al asunto de la homologación y su conexión con la profesionalización, es evidente entonces que debe haber un modelo-patrón para el ministerio cristiano. ¿Quién es ese modelo-patrón? La respuesta es sencilla: Nuestro Señor Jesucristo es quien reúne en sí mismo todos los requisitos de lo que debe ser un ministerio, habiendo sido señalado por Dios mismo de forma especial como tal patrón universal. Él es, pues, el espejo en el cual hemos de mirarnos para saber si nos acercamos o alejamos y por tanto en qué medida estamos homologados o des-homologados. Si nos parecemos a él, entonces estamos homologados, es decir, somos profesionales capacitados para realizar nuestra tarea. En caso contrario estaremos des-homologados y sólo seremos falsarios que quieren hacerse pasar por profesionales. De igual manera que la aproximación al metro-patrón de París es la piedra de toque para conocer la autenticidad de cualquier otro metro, así la aproximación a Jesucristo es la clave para probar la autenticidad de cualquier ministerio.
El término profesional se contrapone a los de aficionado y chapuza. Todos huimos, con razón, de los tales, especialmente cuando lo que está en juego es vital. A nadie en su sano juicio se le ocurriría ponerse en manos de un aficionado a la cirugía y no de un profesional, ya que su vida correría serio peligro. Y aunque los chapuzas cobren menos, sin embargo es mejor que sea un profesional quien se encargue de algo tan delicado como la instalación del gas en nuestro hogar, aunque nos cueste un poco más. El riesgo no compensa el ahorro. Está, pues, claro, que un ministro cristiano ha de ser un profesional homologado por y de acuerdo a Cristo para el desempeño de su tarea, toda vez que la salud eterna de los que están a su cuidado depende en una medida de él.
Y sin embargo, y después de todo lo dicho, hay que agregar que uno de los grandes peligros de todo ministro cristiano es el de la profesionalización. ¿Me contradigo? No. Porque hay un sentido en el que ser profesional puede significar ejercer el ministerio cristiano como si fuera una profesión. Y aquí me serviré del símil que me brindan tantos deportistas de élite, especialmente futbolistas, que cuando son contratados por un nuevo equipo que les ha pagado más que el anterior y son interpelados sobre su lealtad, responden uniformemente:
´Yo soy un profesional y me debo a mi nuevo equipo.´ Así que no importa cuánto amara antes los antiguos colores, la profesionalización, sinónimo aquí de contratación, es quien dirige valores tales como lealtad, fidelidad y sacrificio. En la medida en que tengo un contrato soy fiel y entregado, pero si surge otro mejor mi fidelidad cambia de bando, de manera que la fidelidad está gobernada por el beneficio personal.
Leyendo algunas revistas evangélicas españolas parece que el ministerio cristiano fuera el sujeto de una especie de bolsa de trabajo de ofertas y demandas. Y así como en los periódicos hay una sección de anuncios de los que buscan y ofrecen empleos a profesionales de tal o cual especialidad, de la misma manera ocurre en tales revistas, sólo que allí son profesionales del ministerio cristiano los que son buscados o demandan trabajo. De esa forma, la iglesia se convierte en una empresa y el pastor en un profesional contratado, no sólo a los ojos de la Administración del Estado, la cual no puede verlo de otra manera, sino también a los propios ojos del pastor y de la iglesia. La relación pastor-iglesia se convierte así en una relación mediatizada por la profesionalización del contrato.
Pero
Dios no busca profesionales de la religión, sino siervos que le sirvan de corazón y no en razón de las cláusulas del contrato. Los sacerdotes del tiempo de Malaquías, en el pasaje superior, se habían convertido en profesionales de la religión, no haciendo nada sin contrato por medio. Que Dios nos libre de caer en tal actitud, pues de lo contrario estaremos en peligro de deslizarnos fácilmente por la pendiente de la corrupción ministerial.
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