Es decir, la
ambición de poder sería la explicación, para Adler, de buena parte de los desórdenes que hay en las personas y lo que convierte a este mundo en un campo de batalla permanente.
Si le concedemos crédito a la teoría de Adler, desde luego explicaría mucho del comportamiento que vemos a diario en cualquier nivel de la vida humana. Ya sea en el ámbito laboral, donde solo los más fuertes pueden aspirar a ocupar los puestos directivos en esa jungla que es la empresa moderna, en el político, donde la batalla por llegar al poder y mantenerse en el mismo adquiere tintes bélicos en los que casi cualquier arma es válida, o en el eclesiástico, donde tantas veces hay poca diferencia con los dos campos anteriores. Ahora bien,
si por algo se debería diferenciar la esfera eclesiástica de la laboral o la política tendría que ser, precisamente, por su concepción, ascenso y administración del poder. Sin embargo, tristemente, la Historia de la Iglesia está jalonada por luchas mundanas e intrigas para conseguirlo, que la han convertido en un escenario de refriegas y pendencias que la han acercado más a un saloon del Oeste que a un lugar de mansedumbre y paz. Hasta el punto de que una de las claves para comprender dicha Historia sería precisamente ésa: la ambición de poder de sus dirigentes.
Andar discutiendo sobre quién ocuparía los primeros puestos en el Reino, ya fue una tendencia observable que Jesús hubo de corregir desde el principio. Pero lo que fue síntoma evidente en aquellos seguidores de la primera generación, vuelve una y otra vez a surgir en cada generación, aunque de forma cada vez más acentuada. El caso de Juan es ilustrativo de esta reiterativa sed de poder que va
in crescendo en cada generación; mientras que él en un momento dado solicitó al Maestro tener un sitio prominente, siendo amonestado por ello, años después, y con la lección aprendida, se encontró con alguien llamado Diótrefes que le negaría la entrada a la iglesia, porque a este sujeto le gustaba
‘tener el primer lugar’. Así pues, mientras que Juan solamente pidió honores, Diótrefes, representante de la nueva hornada de dirigentes eclesiásticos, se los arroga sin más. ¡Todo un compendio de lo que vendría después!
Si hubiera que escoger a un personaje que sufrió lo que era vivir rodeado de pasiones eclesiásticas por el poder, yo elegiría a Gregorio de Nacianzo (330-390). Ha pasado a la Historia junto a los otros dos Padres capadocios, Basilio y Gregorio de Nisa, siendo uno de los grandes predicadores de la antigüedad. Sus inclinaciones estaban muy lejos de aspirar a cargos y ostentar títulos, pero sin embargo por su valía fue puesto al frente de la iglesia de Constantinopla. Ahora bien, esa ciudad era la capital del Imperio y la sede más apetecible por todos aquellos cuya motivación era la ambición de poder.
Moverse y sobrevivir en ese ambiente de política eclesiástica enrarecida, suponía para cualquier aspirante tener que ser un maestro en el arte de las sutilezas, de los cálculos y de la astucia. Dos años duró en el cargo Gregorio, al cabo de los cuales presentó su dimisión ante las maquinaciones, insidias y maniobras que sus enemigos pusieron en su camino. En su sermón de despedida diría lo siguiente:
‘…elegid a otro que agrade a la mayoría y dejadme con mi desierto, mi vida rural y mi Dios, el único al que debo agradar y lo haré mediante mi vida sencilla. Es doloroso ser privado de discursos y conferencias y reuniones públicas y aplausos… y parientes y amigos y honores, y de la belleza y grandeza de la ciudad y de su brillo que deslumbra a los que miran la superficie sin indagar en la naturaleza interior de las cosas; pero no es tan doloroso como ser resistido y mancillado en medio de públicos altercados y agitaciones… porque no buscan sacerdotes sino oradores, ni pastores de almas sino administradores de dinero, ni ofrendantes puros sino patrocinadores poderosos. ’ (Oratio 42)
¡Qué sentencia tan apropiada también para nuestros tiempos! ¡Cuántos males, escándalos y divisiones han sido originados por la ambición de poder! Llámesele como se quiera: protagonismo o búsqueda de posiciones, preponderancia del propio nombre o egocentrismo, todo va a desembocar al mismo mar, que es el de la corrupción ministerial, porque lo que debería ser un servicio a Dios y a los demás se convierte en un medio de promoción personal.
El texto bíblico superior nos trasmite el caso de Coré y su facción buscando posiciones hace ya tres mil quinientos años, de manera que la tesis de Adler no es algo novedoso. Pero
una cosa es servirse de la iglesia para colmar la ambición de poder y otra el anhelo de servir a la iglesia para la gloria de Dios y edificación de su pueblo. Refiriéndose a esto último el apóstol Pablo dijo:
‘Si alguno anhela obispado, buena obra desea.’ Que Dios nos ayude a distinguir ambas cosas, desechando la primera y quedándonos con la segunda.
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