El problema hacia la autoridad es intrínseco al pecado y se manifiesta en el hecho de que el ser humano se revuelve en contra de su Hacedor. Hay una palabra que el apóstol Pablo emplea, cuando describe en el capítulo 1 de la carta a los Romanos la condición moral en la que hemos quedado, que puede resumir ese problema y es la palabra
theostugeis, esto es, aborrecedores de Dios. El término es revelador por partida doble: por ser uno de los
hapax que existen en la Biblia, es decir palabras que sólo aparecen una vez, y por la extraordinaria crudeza que muestra su significado, al enseñarnos que el ser humano no ha quedado en una posición indiferente o neutral hacia Dios, sino que en su estado natural, tras la Caída, odia a Dios. Ahora bien, si Dios es la Autoridad por antonomasia ello quiere decir que el odio está volcado tanto hacia él, por ser ostentador de la autoridad, como hacia las leyes que promulga, que son el ejercicio de la misma. De este rechazo sin paliativos hacia la Autoridad en sentido vertical, es de donde brota el rechazo hacia la autoridad también en sentido horizontal, en el seno de la sociedad y de la familia.
Una de las marcas características de que alguien ha pasado de muerte a vida es que ha experimentado un cambio de actitud radical en tal aspecto. Si fuerte era la expresión aborrecedores de Dios, no menos fuerte es la expresión antónima, siervos de Dios, que Pablo emplea en esa misma carta para describir a aquellos que de corazón, no compulsivamente ni crujiendo los dientes, se han sometido a Dios. La palabra siervo en la lengua española tiene una connotación no demasiado intensa, pero el término esclavo, con una connotación mucho más acentuada, es el que mejor describiría el sentido de
doulos. Ahora bien, esto es lo que ha ocurrido con el cristiano: de ser alguien que odiaba a Dios y todo lo que él representaba, ha pasado a ser un esclavo suyo, al pertenecer por completo, sin reservas, a su Señor. Y esto por doble motivo: por causa de la creación y por causa de la redención. Si todas las criaturas, sin excepción, tienen una razón para inclinarse ante Dios, el cristiano tiene dos.
Pero además de experimentar un cambio de actitud respecto a la Autoridad, también se ha producido en el cristiano un cambio de actitud respecto a las autoridades delegadas, en tanto en cuanto las mismas proceden de Dios. Cada vez que se le manda al cristiano que se someta, ya sea a la autoridad que Dios ha puesto en la familia o en la sociedad, siempre se introduce un principio superior por el cual se le ordena que se conduzca así. Ese principio está expresado en la frase ´por causa del Señor´, cuando se habla de sometimiento a la autoridad en la sociedad, y en las frases ´porque esto agrada al Señor´ y ´como conviene en el Señor´, cuando se habla de sometimiento a la autoridad en la familia. En ambos casos el principio es el mismo: no es una cuestión de conveniencia social ni de costumbres culturales ni de respeto a la tradición, sino de que el motor rector que impulsa al cristiano y la norma suprema para su conciencia no es otra que la voluntad de Dios.
Pero además del conflicto hacia la autoridad, hay un segundo no menos grave que consiste en el hecho de que, con frecuencia, la autoridad misma se convierte en un gravísimo problema. Este sería el problema
de la autoridad.
La Historia de las naciones está llena de ejemplos en ese sentido: Gobernantes indignos, corruptos, tiránicos y malvados que han sido agentes de indecible sufrimiento a tantas generaciones y que son también hoy noticia cotidiana en los periódicos y la televisión. Pero no sólo en la Historia con mayúscula; también en la historia cotidiana de tantas familias, donde los padres abusan de los hijos o son mal ejemplo para ellos, donde los maridos maltratan a sus esposas o las humillan, sin olvidar los casos de miembros de iglesias que han sido profundamente heridos por los abusos de autoridad de dirigentes de las mismas, son testimonio elocuente de cómo la autoridad misma se degrada y se convierte en una terrible máquina destructiva.
¿Qué hacer en estos casos? ¿Cómo actuar ante una autoridad, en el ámbito que sea, que ha sobrepasado sus límites y se ha convertido en un poder perverso o en un violador de la conciencia? He aquí una ardua cuestión que puede tener diferentes respuestas, no sólo desde la disparidad de perspectivas cristiana y no cristiana, sino también en el mismo seno del pensamiento cristiano.
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