En estas estadísticas no están incluidas las muertes asociadas a esas otras muertes; es decir, los suicidios que siguen al asesinato y que incrementan así esa tétrica lista. Concretamente, en España hubo 13 hombres en 2006 que tras asesinar a su mujer o compañera acabaron suicidándose, habiendo otros 5 que lo intentaron sin conseguirlo. Y para añadir una cifra más, ha habido algún caso inverso: el de la mujer que ha asesinado a su cónyuge.
De la gravedad del problema es síntoma el hecho de que el Gobierno se viera obligado a crear un organismo especial para luchar contra esta lacra y elaborar una ley para intentar atajarla. Sin embargo, después de un año de entrada en vigor de la Ley Integral contra la Violencia de Género, las estadísticas no pueden ser más reveladoras. A pesar de campañas por la televisión, por la prensa, por la radio y las vallas publicitarias, a pesar de medidas punitivas y preventivas, el problema sigue ahí. La delegada del Gobierno contra la Violencia sobre la Mujer, Encarnación Orozco, alega que
‘A esta norma se le pide un plus que no se le pide a ninguna otra. Tampoco el Código Penal acaba con los delitos.’ Y añade que
‘…hace falta más tiempo para ver resultados.’ Aunque reconoce que
‘sólo con penas más duras no se acaba con hechos criminales… se necesitan otras medidas, sobre todo de sensibilización social, de educación en la igualdad, de prevención.’
La mitad de las mujeres asesinadas tenían 35 años o menos, lo cual significa que a estas alturas, más de 30 años después de la muerte de Franco, en las nuevas generaciones, nacidas en el seno de la democracia y por lo tanto en el nuevo marco jurídico y educativo de la igualdad entre hombre y mujer, no ha terminado de arraigar la nueva mentalidad. Pero tal cosa no es sorprendente, si tenemos en cuenta que en países con una añeja tradición democrática el problema es el mismo o peor que en España. Por ejemplo, en el Reino Unido dos mujeres por semana mueren a manos de sus cónyuges o compañeros y en Estados Unidos más de tres mujeres son asesinadas cada día por sus esposos o novios. Por lo que se ve tampoco es cuestión de temperamentos, ya que la distancia que hay entre el fogoso macho ibérico y el flemático
gentleman británico es enorme y sin embargo, tal diferencia no es impedimento para que ambos se puedan convertir en dos monstruos en el hogar.
Lo que resulta especialmente llamativo, en el caso de España, es que sólo a partir del año 1996 se han comenzado a tomar estadísticas de esta clase de violencia y es de unos pocos años a esta parte que expresiones como ‘violencia doméstica’ o ‘violencia de género’ han hecho su aparición, lo que habla elocuentemente de que se trata de un fenómeno que antes no tenía la misma incidencia. Si es necesario acuñar o inventar nuevos términos, es porque hay nuevas realidades sociales que es preciso describir con los mismos. Es algo parecido al vocablo ‘ecología’, desconocido e innecesario hasta hace unas décadas pero que hoy es de dominio público, porque el agudo problema medio-ambiental del planeta se ha revelado en toda su crudeza.
¿Cuáles son las causas de la eclosión de la violencia de género? ¿Es que el varón ha visto amenazada su supremacía en todos los órdenes y reacciona de manera inmadura y asustadiza ante el imparable ascenso de la mujer? ¿O es una cuestión de reproducción de comportamientos aprendidos en el hogar? Las preguntas se acumulan. Lo cierto es que estamos ante una realidad que no es meramente española ni tampoco de países con marcadas tendencias machistas, donde la mujer tiene un papel secundario. Porque siempre tuvimos claro que ciertos contextos religiosos y económicos propiciaban la segregación de la mujer. Y por lo tanto, que un árabe agrediera a su esposa era visto como la consecuencia natural de una desviada formación que primaba lo masculino en detrimento de lo femenino. Pero lo que nos rompe esos esquemas es que un belga o un sueco sean también peligrosos agresores en el seno del hogar. Estamos, pues, ante un problema universal.
Mientras tanto,
se busca desesperadamente una solución para poder acabar con esta tragedia: Pulseras que detectan a distancia la proximidad del agresor, programas de reeducación para cambiar agresivos patrones de comportamiento, campañas que inciden en la igualdad de sexos, creación de departamentos policiales especiales para atender a las denunciantes, etc. Todo ello a fin de dar con la clave que permita que los varones españoles sean civilizados en el seno afectivo y familiar.
Yo me voy a atrever a dar una solución. Aunque ni es mía ni es de ahora. Sorprendentemente está en un libro, la Biblia, al que muchos y muchas acusan de ser el culpable de buena parte del machismo. Y más sorprendente aún, es que quien escribió esas palabras, el apóstol Pablo, fue alguien que ha sido acusado de misógino y promotor del patriarcado más reaccionario. El pasaje de arriba contiene dos mandatos dados al hombre casado. El primero viene en clave de amor hacia la esposa, una clase de amor, por cierto, que no es precisamente a la que los varones somos más proclives, porque no es el amor-eros sino el amor-ágape.
El segundo viene en clave de consideración y sensibilidad hacia la mujer. Así pues, la Biblia y el apóstol Pablo se convierten en los grandes valedores de la mujer. Porque lo que enseña la primera, supuestamente machista, y manda el segundo, supuestamente misógino, es que el varón aprenda a negar sus tendencias naturales (egoísmo y dureza) por causa del bien de la mujer. Es decir, que con la puesta en práctica de este mandato no harían falta pulseras delatoras, ni campañas informativas, ni leyes especiales.
Por eso, yo propongo que esas palabras de Colosenses se usen en las campañas educativas, en los anuncios de televisión, en las vallas publicitarias, etc. Que se coloquen en los centros de trabajo, en los colegios, en los supermercados, en los estadios de fútbol, en los organismos públicos y oficiales… en fin, que se divulguen por doquier. Además, tienen la ventaja de que no hay que pagar derechos de propiedad intelectual a nadie, porque su autor, el Espíritu Santo, no los va a reclamar.
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