El hecho de que el presidente la pronunciara dos veces casi seguidas, debe considerarse un recurso retórico para que la frase resaltara y quedara impresa en las mentes de sus oyentes. De alguna manera sintetizaba su talante y filosofía, pudiendo considerarse un compendio de su pensamiento. Además tenía la ventaja del poder que tiene la economía del lenguaje, al decir en dos palabras lo que otros hubieran necesitado decir en dos horas de farragoso y aburrido discurso.
Desgraciadamente febrero de 2005 no es enero de 2007. Y el rostro del presidente en aquella fecha, con su sonrisa de oreja a oreja con marcados hoyuelos cerca de la comisura de la boca que hacían las delicias de tantas féminas, no es el adusto rostro que nos presenta hoy. Y es que todo parecía ir viento en popa para este hombre, desde el mismo instante en que, contra todo pronóstico, fuera elegido secretario general del PSOE al derrotar a un candidato con el peso de José Bono. En su ascenso a la presidencia de la nación en marzo de 2004, cuando nada indicaba que pudiera ganar las elecciones, jugó un papel preponderante una carambola insospechada, fruto del peor atentado terrorista que ha sufrido España en toda su historia. Todo se aliaba para auparlo hasta la cima: desde los errores de sus adversarios políticos, que embarcaron a España en una guerra que el pueblo no quería, hasta la más refinada maldad de sanguinarios terroristas. Y así, rodeado por un nimbo intangible pero fulgurante de éxito, creyó que había llegado la hora de acometer y solucionar, de una vez y para siempre, el gran problema que había traído de cabeza a todos los presidentes de la democracia española: el del terrorismo de ETA. Armado con su talante, muy diferente al de su antecesor en la presidencia, y su filosofía del optimismo antropológico, el presidente se dispuso a entablar diálogo con la banda terrorista.
Pero ¡oh dolor! la sucesión de logros y parabienes quedó terriblemente truncada el 30 de diciembre de 2006, por una carga de varios cientos de kilos de explosivos que destruyeron el aparcamiento de la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas y acabaron con las vidas de dos emigrantes ecuatorianos. De manera que, por primera vez, el presidente experimentaba la misma cruda y amarga realidad que todos sus antecesores en el cargo habían conocido: ETA está dispuesta a todo para conseguir sus fines y le trae sin cuidado el talante y el optimismo antropológico.
El optimismo antropológico del presidente no es sino el heredero de aquel vasto movimiento de los siglos XIV, XV y XVI que se conoce como humanismo. El humanismo era antropológicamente optimista, al considerar al hombre como depositario de unos valores que le hacían en sí mismo autosuficiente para encontrar la verdad y practicar el bien. Las antiguas ideas cristianas de la Caída y el pecado, que enseñaban la incapacidad vital del ser humano y su degradación moral y espiritual, quedaron desplazadas por el lugar central que ahora se daba al hombre y a su autonomía en todas las esferas de la vida. El énfasis dejó de ser teocéntrico para convertirse en antropocéntrico y así, según un eslogan que aquilató ese pensamiento, ‘el hombre es la medida de todas las cosas.’ Las repercusiones del humanismo fueron muchas y se aprecian en el campo cultural, social, político, científico y teológico.
Personalmente, creo que hay razones para ser optimistas, muy optimistas, antropológicamente hablando, pero también hay razones para ser pesimistas, muy pesimistas, antropológicamente hablando. Me explicaré.
Primero empezaré por lo más desagradable: las razones por las que soy muy pesimista. Básicamente consisten en que la antigua idea cristiana de la Caída no ha perdido un ápice de su veracidad y vigencia y por eso el ser humano no tiene, humanamente hablando, remedio. El hecho de que, según todos los indicios, este planeta se precipita a un desastre sin precedentes, fruto, principalmente, de la codicia y la insensatez humanas, así lo confirma.
Al mismo tiempo, hay sólidas razones para ser optimistas. Dos por lo menos. Una es que incluso en la Caída, Dios amortiguó los efectos de la misma, motivo por el cual los seres humanos conservan la imagen y semejanza de Dios, aunque profundamente desfigurada. La gracia común, por la que Dios sostiene este Universo a pesar de la rebelión de su criatura, ya es una razón para ser optimista. Pero hay otra más poderosa para serlo: el hecho de que es a través de un hombre mediante el cual, las cosas que se perdieron con la Caída bajo el primer hombre, son restauradas a un nivel más elevado del que originalmente tuvieron.
Sí, soy un optimista antropológico, aunque por razones bien distintas a las del presidente, porque mi optimismo no está basado en filosofías humanas sino en la voluntad soberana del que ha determinado poner a un hombre, Jesucristo, como Jefe de toda la creación, tal como dice el texto bíblico superior. Es decir, que en último análisis esta clase de optimismo antropológico está basado en Dios y en un hombre que es Dios. Lo cual me lleva a la conclusión final de que más que optimista antropológico soy realista antropológico, pues el optimismo puede saltar por los aires, como le ha ocurrido al del presidente, pero el realismo no.
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