Pero en Alemania 2006 no ha habido jugadores de la talla de Maradona (Ronaldo y Ronaldinho han estado apagados) ni goles de esa factura. Paradójicamente, en un campeonato falto de una figura deslumbrante tal vez el que destacaría por su juego sería el propio Zidane, pero su agresión prevalecerá sobre su actuación.
Yo había comprado el domingo 9 de julio por la mañana el diario El País y me puse a leer por la noche, mientras el partido se jugaba, las crónicas deportivas que analizaban el encuentro que iban a dirimir Italia y Francia. Estando leyendo lo que los periodistas con veinticuatro horas de antelación decían sobre Zidane, de repente sucedió la escena: el astro francés se revuelve como un toro de Mihura y embiste sobre Materazzi que cae al suelo. Lo que ocurrió después fue la ley de causa y efecto. Expulsión de Zidane y pérdida de la final por parte de Francia.
Merece la pena repasar ahora lo que algunos columnistas escribían sobre Zidane sólo un día antes del sombrío suceso. Por ejemplo, Ana María Moix afirmaba:
‘…Y el aficionado quiere a Zidane. No sólo los seguidores del Madrid aprecian a ese hombre, apuesto y caballeroso… Hay personajes públicos dotados de esta característica no muy usual: ser apreciados como personas, al margen de su calidad en su profesión…’ Su último entrenador en el Real Madrid, López Caro, aseveraba de él:
‘Es una persona admirable, muy educada y respetuosa. Con todo lo que ha conseguido, sigue siendo muy humilde. Y ése es un valor fundamental para poder caminar en esta vida con la conciencia tranquila.’ En otra parte de un artículo dedicado a él se decía:
‘Persona cabal, equilibrada y sensata, según sus entrenadores y compañeros, Zizou se mostró siempre discreto al margen de los focos.’ Así que la conclusión era unánime y contundente: Zidane, aparte de sus cualidades futbolísticas, era todo un ejemplo como ser humano.
Pero he aquí que, en un arrebato de furia descontrolada, Zidane echó por tierra todos los elogios que unas horas antes se habían hecho sobre él. Y sin embargo… sin embargo, no era la primera vez que Zidane perdía los papeles en un campo de fútbol y usaba su cabeza no para darle al balón sino para tumbar al contrario. En el partido que la Juventus, el equipo al que entonces pertenecía, jugaba con el Hamburgo en octubre de 2002, le propinó al jugador alemán Kientz tal testarazo que fue expulsado y sancionado con cinco partidos. Así pues, parece que Zidane tiene un problema con su cabeza o en su cabeza.
Hay muchas lecciones que pueden desprenderse de todo esto:
- En un segundo podemos echar por tierra todo lo que hayamos podido edificar con gran esfuerzo y prolongado tiempo.
- Una vez que hemos sentado un mal precedente resulta bastante fácil volver a tropezar en la misma piedra otra vez.
- Nuestros yerros repercuten y dañan seriamente al resto del equipo al que pertenecemos.
- Los demás no nos conocen en toda la dimensión y profundidad de nuestro carácter, especialmente nuestro lado oscuro.
- La provocación no es justificación para perder el dominio propio sino más bien ocasión para ejercerlo.
- La paciencia es, probablemente, la cualidad más difícil de cultivar. Hasta un hombre como Moisés, reputado como el más manso de toda la tierra, perdió los papeles (la paciencia) en un arrebato de cólera.
- Es indispensable que ejerzamos vigilancia sobre nosotros mismos hasta el final. En lugar de cerrarla con un broche de oro, Zidane despidió su carrera con un borrón vergonzoso. Cuando le quedaban diez minutos para terminar.
- Hay ocasiones en las que las lágrimas a posteriori ya no pueden lavar ni reparar lo que a priori nuestros actos han producido.
Pero el problema que Zidane tiene con su cabeza es el mismo que cada uno de nosotros tenemos con la nuestra y que el apóstol Pablo describe muy bien en el pasaje abajo citado. Hay una fuerza dentro de nosotros que se llama pecado, la cual es multiforme: unas veces se manifiesta en cólera, otras en soberbia, otras en codicia, otras en necedad, otras en lascivia, otras en envidia, etc. Se trata de una fuerza que arrasa con todo y que no obedece a los dictados de nuestra razón. Una fuerza destructiva e indomable. Una fuerza que vez tras vez nos cautiva, nos vapulea y nos deja arruinados y machacados interiormente. Es la fuerza del pecado. Una fuerza que no puede ser sometida por la educación, la cultura o la religión. Una fuerza en la que la lucha, aun con nuestros mejores recursos humanos, está destinada irremediablemente al fracaso. Pero, y aquí está la buena noticia, el evangelio nos anuncia que por medio de Jesucristo podemos tener liberación de la misma. Claro que para ello hace falta llegar al punto de desesperación al que Pablo llegó cuando gime:
‘¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?’. En esa frase hay dos ingredientes fundamentales: un reconocimiento categórico de la propia impotencia,
‘¡Miserable de mí! y una pregunta angustiada,
‘¿quién me librará…? Y entonces, y sólo entonces, es cuando viene la exclamación de gratitud:
‘Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro.’
‘Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago… porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro.’
(Romanos 7:15-25)
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