Lo que está ocurriendo estos días en Tenerife es la constatación, de forma notoria, del gran cambio que se ha producido en España en los últimos años. El fenómeno de la inmigración posiblemente sea, tras el advenimiento de la democracia, el hecho de mayor relieve, con unas repercusiones de tan hondo calado y largo alcance que todavía no podemos vislumbrarlas en su totalidad. El mapa demográfico en España ha experimentado un vuelco en sentido inverso al que se produjera hace varios siglos, cuando se decretó la uniformidad nacional de España. Si la expulsión de los judíos en 1492 y la de los moriscos en 1609, resultaron en una compacta homogeneización de la población que desde entonces ha permanecido inalterable, el fenómeno inmigratorio ha hecho saltar por los aires ese inamovible estado de cosas. Y así hoy es perfectamente posible en cualquier ciudad de España, nada más salir a la calle, cruzarse con personas venidas de lejos y, mientras caminas, oír a tu lado hablar una lengua de la que no entiendes una sola palabra.
Ese cambio demográfico se ha trasladado también a las iglesias, de manera que nuestras congregaciones son mosaicos de nacionalidades, culturas, lenguas y colores. De hecho, el fenómeno inmigratorio se ha convertido en el gran catalizador de la transformación que las iglesias españolas están experimentando, notable especialmente en el incremento numérico. Algunas congregaciones han multiplicado su membresía, gracias a los recién llegados. Y es que así como estadísticamente España era el país con el índice de natalidad más bajo del mundo y por lo tanto más viejo también, pero que gracias a los inmigrantes ha paliado esas cifras, algo similar ha ocurrido con la membresía de las iglesias, cuyo índice de nuevos nacimientos estaba prácticamente estancado ante la indiferencia y dureza de la mayor parte de la población española, pero que se ha disparado por las incorporaciones de los extranjeros.
Los acontecimientos de Tenerife me llaman la atención por un hecho curioso: el puerto al que acceden todas las embarcaciones atestadas de africanos se llama
Puerto de los Cristianos. Así que el nombre de este puerto se ha convertido en el lugar que está en boca de todos cada vez que un cayuco llega a la isla; ahora bien, a mí me parece que hay aquí escondida una preciosa lección que debemos aprender. Creo que cada una de nuestras iglesias debería ser un
Puerto de los Cristianos; en primer lugar
Puerto, por el hecho de ser tierra firme y lugar seguro donde la gente que ha cruzado un mar hostil (tal vez no físico, pero sí real) puede hallar refugio; en segundo lugar
de los Cristianos, porque los moradores de ese puerto, que es la Iglesia local, lo son verdaderamente. Y así como la
Cruz Roja en el
Puerto de los Cristianos (¡qué combinación de símbolos!) está preparada para paliar las primeras necesidades de los desesperados que llegan a la dársena del puerto, igualmente los que nos hemos alistado bajo la bandera de la cruz de Cristo hemos de estar dispuestos para ser de ayuda a estas personas que llegan a nuestra nación. El calor y la acogida amistosa inicial son vitales y la primera señal de que han arribado a un puerto donde son considerados y valorados. Y la
Cruz, la cruz de la reconciliación, ha de ser la primera realidad que se perciba en nuestro medio.
Pero hay algo más que me llama la atención en las noticias de estos días ante la avalancha de embarcaciones: Mucha gente acude al dique del puerto para contemplar el fenómeno y capturarlo en sus máquinas fotográficas, como si de algo exótico o turístico se tratara. Aun había los que se quejaban porque la llegada de las embarcaciones interrumpía su ocio en la playa. En ese sentido el
Puerto de los Cristianos no hace honor a su nombre, o tal vez le viene demasiado grande ante la realidad que sobrepasa sus previsiones y que desborda su capacidad. Y es que en definitiva, los inmigrantes llegados a ese puerto son indeseados (que no es lo mismo que indeseables). Y aquí hay una gran diferencia entre ese puerto, que acoge como una molestia a los recién llegados, y la iglesia, cuyo anhelo debe ser que muchos, cuantos más mejor, crucen el umbral de su puerta y sean beneficiarios del evangelio de la salvación.
Pero hay un sentido en el que todas las personas, inmigrantes o no, necesitan ser rescatadas del agitado mar de esta vida para no ser engullidos por las aguas en un naufragio de consecuencias eternas. Ese sentido es el que nos muestra el pasaje de más abajo donde Jesús llama a cuatro hombres a dejar sus barcas y redes para seguirle a él. Y es que los inmigrantes africanos son sólo una alegoría de todos los seres humanos: a menos que lleguen a puerto seguro el océano los engullirá. Por eso hoy, como ayer, son necesarios los que obedezcan a la voz de Jesús y dejándolo todo vayan en pos de él para ser pescadores de hombres .
‘Andando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés su hermano, que echaban la red en el mar; porque eran pescadores. Y les dijo Jesús: Venid en pos de mí, y haré que seáis pescadores de hombres. Y dejando luego sus redes, le siguieron. Pasando de allí un poco más adelante, vio a Jacobo hijo de Zebedeo, y a Juan su hermano, también ellos en la barca, que remendaban las redes. Y luego los llamó; y dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le siguieron.’ (Marcos 1:16-20)
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