Recuerdos de verano

El sol arrollaba con fuerza. Agosto emergía como un guerrero portador de armas de fuego dispuesto a derrotar a cualquier adversario que osara mitigar sus ganas de ser vencedor en una batalla ganada de antemano.

Agosto, engalanado con ropas de turista, visita las calles de una ciudad semidesértica.

Acude a ver como los transeúntes huyen del sol, molestos ante la falta de sombra en de un mes que sólo les es grato a quienes pueden disfrutar del reposo.

Resguardada en un bar, en compañía de una granizada, espera a que llegue el momento de salir al exterior para volverse a enfrentar con el impío sol justiciero que arrebata las ganas de caminar.

Mientras espera, el bar se ha ido quedando vacío, las mesas desoladas se desperezan con sueño entre tristes vasos sin contenido.

Ella mira su reloj y vuelve a pedir una segunda granizada.

Sus ojos observan el exterior y recuerda cuando era niña y pasaba los meses de agosto en compañía de toda la familia, que de forma mecánica repetía cada año el mismo ritual de evasión. Entonces los veranos eran muy distintos,

Los eventos que se producían eran diferentes a los de ahora, todo estaba constituido por minúsculas partículas de felicidad, cada cosa, por más ínfima que fuese, estaba plagada de una enorme carga de ilusión por realizarla.

Cada verano agosto les regalaba la oportunidad de emigrar al sur, a la pequeña casa del pueblo de los abuelos, una casa ubicada a pie de playa donde las horas de época estival se transformaban en dulces momentos de imperecederos recuerdos.

Ana, Teo, Rosa, Víctor, todos jugaban a ser mayores, disfrutaban de un mundo grande siendo seres pequeños. Vivían cada momento con la intensidad precisa para hacerlos imborrables en la memoria.

Con el ímpetu que sólo poseen los niños construían perecederos castillos de arena donde inventaban historias de justos caballeros que vencían a los malvados rufianes para salvar princesas prisioneras.

Ahora sentada en aquel bar los recuerdos se diluían con sabor a nostalgia, un salobre retroceso que en un caluroso día de agosto tan sólo potencia más las ganas de volver a ser niño.

Mira de nuevo su reloj y apurando el último minuto se despereza con parsimonia, deseando que los días pasen de forma fugaz y que de nuevo el fresco otoño le devuelva el ajetreo de la ciudad, la algarabía en las calles, la rutina a veces necesaria para no caer en las redes truncadas de la melancolía.