Ya comienza a hacer frío. El frío propio de la estación en la que estamos.
Un frío que se mitiga con la ropa de abrigo, con la estufa del hogar, con los abrazos. Es un frío que no me inquieta. El preocupante, el que realmente me intranquiliza, es el frío que se instala en el corazón.
Es un frío que realmente hiela. Congela las esperanzas, las ilusiones, los sueños. Un helor que hace enmudecer al que sólo tiene aliento para pedir socorro .Al que con una mirada humilde intenta mendigar una palabra esperanzadora.
Las noticias que en antaño nos producían un sentimiento de reflexión conjunta, hoy pasan ante nuestros ojos con la fugacidad de un pensamiento. Llegan a nuestras retinas y antes de que les hayamos dado la importancia merecida, ya han pasado, ya se fueron.
Vivimos tan apresuradamente en esta sociedad de la premura, que nada parece ser realmente importante, y para que así lo sea, han de ataviarlo con las dosis precisas de morbosidad ,el reclamo mágico para tener un tema común de conversación.
La Vida no tiene precio, pero las vidas sí parecen tenerlo.
No es lo mismo que alguien muera en un país pobre a que lo haga en uno con una buena solvencia económica.
Aquellos que lo hacen lejos de nuestras fronteras, pasan a engrosar las listas de anónimos en un corto e inapreciable estado de tiempo. Están y dejan de estar con la misma facilidad que nosotros cambiamos de canal o pasamos página del periódico.
La frialdad duele.
Hay demasiada gente callada. Abnegada a vivir una vida de silencio. Soportando con temor la llegada de un nuevo día.
Hay gente que lo pasa realmente mal mientras el resto seguimos pensando en esas cosas superfluas que decoran nuestra existencia.
El frío que se aloja en los corazones vuelve al ser humano un ser insensible, presto a mirar en un sentido hedonista, sin ofrecer atención a nada ni a nadie que no circunde su mundo más puramente cercano.
Me entristece la fragilidad de las palabras que no llegan a ser pronunciadas. Las palabras ahogadas, escondidas en gestos cargados de una tristeza insondable. El dolor de quienes están tan acostumbrados a sufrir que no saben llorar.
Lo que hoy es noticia, mañana está ajado. Todo es perecedero y nada parece tener importancia.
Todo marcha a un ritmo tan acelerado que el corazón se nos está helando a causa de tanta celeridad.
El amor humano está restringido. Somos, por naturaleza, sectarios a la hora de entregarlo. Damos y recibimos. Dadores y receptores, inconcebible una entrega sin respuesta.
Tristemente, es cada vez más común verse rodeado de angostas murallas que impiden entregar y recibir afecto. Murallas sociales que nos coartan a la hora de ofrecer nuestra cara más humana, ese carácter bondadoso proclive a la extinción.
Y entre tanta frialdad y tanta alta muralla, construimos un mundo de individuos que no saben proyectar su mirada más allá de ellos mismos.
No quiero que se me hiele el corazón, por ello me acerco cada día al fuego del Amor. Mi Dios conoce sobradamente mi condición, mis limitaciones. Me acoge con brazos abiertos y entre sus brazos encuentro el calor que no permite que se me escarche el alma.
A Él si le importa lo que a nadie le importa. Él sigue enseñándonos lecciones básicas a poner en práctica en este agreste mundo tan contradictorio.
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