La conocí hace muchos años. Todos los que me hablaban de ella la describían como una vieja amargada, una mujer altiva y maleducada.
Y es cierto que esa era la primera impresión que aquella señora producía.
Parecía no tener sensibilidad, portaba un rictus serio y muy a menudo te soltaba una frase que
te hacía pensar si realmente tenía corazón. El tiempo me demostró que realmente sí lo tenía, pero que por desgracia estaba hecho añicos.
En mí día a día, trabajando con ella, fuimos creando unos lazos muy pero que muy finos de cierta confianza. Yo le contaba mis cosas, al parecer poco atrayentes e insustanciales para ella que siempre hablaba o más bien criticaba todo lo que la rodeaba y sobre todo, a sus congéneres, tildándolos de ineptos y carentes de sentido común. Al hablar, siempre acababa excediéndose en sus frases que denotaban falta de humanidad y de respeto hacia el prójimo.
Día tras día con delicadeza y sin pretender ser entrometida, iba conociendo un poco más a aquella mujer. Sus expresiones de vez en vez dejaban de ser hostigadoras y se convertían en narraciones de su vida pasada, de todo aquello que vivió y que en la actualidad echaba tanto de menos.
Una mañana mientras desayunábamos me contó algo que cambió mi percepción de ella.
Hacía treinta años su marido y su hijo sufrieron un accidente de tráfico y ambos murieron. Aquellas pérdidas aún no las había logrado superar. Aquél trágico accidente acabó consumiendo sus ilusiones, sus sueños, sus ganas de vivir.
Me relataba con palabras anegadas de emoción que aquella mañana, justo después de despedirse de su marido y de su hijo, sintió la necesidad de abrir la puerta, bajar las escaleras y ofrecerle a su hijo de seis años una manzana, era la fruta que a él más le gustaba y ella quería que se la comiera por el camino.
Entristecida me decía:
- Una manzana fue lo último que pude ofrecerle a mi hijo.
En los días que pasé con ella, nunca más hablamos de aquél accidente.
La ausencia de aquellos dos seres se palpaba notablemente en la vida de ella. Una vida sesgada por el dolor, entumecida por la falta de quienes tanto había amado y a los que de forma perturbadora aún seguía atada.
Qué te daría yo si supiera que este día sería el último que compartiríamos.
Qué podría ofrendarte con toda mi carga de amor.
Podría tejer una larga lista de sentimientos y permanecer en silencio mientras tú la lees, esperando que mis palabras expresen lo que siento.
Podría sacar a relucir aquello que permanece oculto y mostrártelo como regalo para que así lo disfrutes junto a mí.
Intentaría ser agradable, posicionándome en un lugar donde pudieras obtener todos los frutos del cariño que dentro de mí desearían ser expuesto ante ti.
No tendría prisas, no sería tan perfeccionista. Me dejaría mecer por el pasar de las horas y desprendería caricias, abrazos, besos.
Pero lo más importante, algo que no podría dejar de hacer, sería rogarte que te aproximaras a Dios para que lo vieras más de cerca, deseando que antes de que partieras tuvieras la oportunidad de descubrirlo, de experimentar su existencia, su presencia en ti.
Sería capaz de ello y te lo ofrecería sin reservas, sin miedo a ser juzgada, sin tener que buscar palabras forzadas para no provocar en ti una idea equívoca de lo que quiero transmitirte.
Si supiera que te vas, me acomodaría junto a ti y respiraría tu silencio como aire amigo, inhalándolo cual perfume compuesto de complicidad y amor.
O quizá, como hizo ella, correría hasta ti portando entre mis manos aquello que sé tanto te gusta y te lo ofrecería deseando que lo disfrutaras antes de tu despedida.
Si quieres comentar o