Los libros no caducan

Soy poco crédula con respecto a temas de índole científica, informática… siempre veo con algo de desconfianza algunos avances irrefutables, opinando que éstos tienen sus días contados.

Recuerdo cuando oí hablar por primera vez de algo denominado internet, pensé, insulsamente, que ese locuaz invento sería flor de un día,indudablemente estaba equivocada, muy equivocada, sin embargo, aquella fue mi primera impresión, especulando que algo así no tendría futuro.

También creí torpemente que aquellos primeros teléfonos móviles eran una caprichosa moda que algunos se estaban marcando, una ridiculez eso de ir hablando por la calle mientras todos te miraban.

Cuando ahora veo a las abuelas en el mercado de abastos comprando pescado y hablando por sus modernos teléfonos, me doy cuenta de que realmente mis pronósticos no tienen razón de ser, que suelo errar con demasiada frecuencia. ¿Seré simplista? No lo sé, pero soy más de elementos sencillos, de aspectos tangibles,aquello que no entiendo, en un primer momento, me parece que no van a ser muy útil, que perecerá en cuanto deje de ser novedoso. Sin embargo, soy una fiel defensora de ciertos "productos", que a mi parecer, tendrán vigencia toda la vida, Por ejemplo los libros. El sano placer de leer un libro en su formato clásico, sigue y seguirá siendo algo sin comparación.

Degustar las palabras, saborearlas con ansiedad, con la sensación de que cada frase contiene el galanteo preciso con el que cautivar el corazón.Arropar las letras y entrelazarlas para crear con ellas una composición marcada por el rítmico compás de puntos, comas, tildes, paréntesis, los asombrados signos de admiración y los siempre ávidos de respuestas signos de interrogación, son, entre otros muchos, un conglomerado de pautas mediante las cuales transitan las palabras, que enhebradas unas con otras establecen un texto.

Los libros; ya lo he expresado en alguna que otra ocasión, han sido para mí aliados incomparables, amigos de papel que me han ayudado a vivir mis horas bajas con un sentimiento de esperanza, o simplemente me han servido de evasión, pintando mi presente con matices un tanto distintos.

Me crié en un hogar donde la lectura no tenía cabida, los libros brillaban por su ausencia, apenas si había algún que otro tebeo que domingo a domingo cambiábamos en el rastro. Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón y Roberto Alcazar y Pedrín, esa era la única literatura a la que mi hermano y yo teníamos acceso. Cuando alcance la adolescencia descubrí, gracias a mi profesor de lenguaje, el mundo de la poesía de manos de Lorca, de Becquer, de Machado, descubrí a Juan ramón Jiménez y a Benito Pérez Galdós, descubrí a Miguel Hernández y a Rafael Alberti, descubrí, que la vida era más hermosa cuando leías libros, cuando salpicabas tu presente con versos de amor.

Hoy en día sigo defendiendo el entrañable regusto de leer, el dejarte envolver por la tersura del papel para perderte entre párrafos.

Los libros siguen siendo compañeros perfectos, amigos fieles, un fruto siempre fresco y sin fecha de caducidad.