La película del director británico Mark Herman se abre con unos versos del poeta cristiano inglés Sir John Betjeman, que no aparecen en el libro de Boyne: “La infancia lo mide todo por sonidos, olores y miradas / hasta que llega la hora oscura de la razón”. Ya que la historia se cuenta desde la perspectiva de dos niños de nueve años (en el libro, ocho en la película).
Ambos nacieron el mismo día del mismo año, pero viven a diferentes lados de la alambrada de Auschwitz (transcrito en el libro de otra manera,
Auchviz, para imitar su pronunciación infantil). Uno es judío, Shmuel; el otro es hijo del nuevo comandante del campo, Bruno, que tiene la voz narradora.
Su padre es un oficial de las SS que es trasladado desde su cómoda casa en Berlín, a este lugar, “para hacer algo muy importante para la guerra”, acompañado de su esposa y sus dos hijos. Bruno se siente enormemente disgustado de tener que abandonar a sus amigos, para vivir aislado en el campo.
Aunque le prohíben explorar el bosque que hay detrás de la casa, se siente intrigado por la extraña granja que ve desde su ventana, llena de personas vestidas con “pijamas de rayas”. El aburrimiento y fastidio de su hermana, le llevan a emprender un día la aventura de descubrir a un niño sentado al otro lado de la alambrada. Comienza así a ver regularmente a Shmuel, trayéndole comida e intentando jugar con él, ignorante de la realidad en que se encuentra…
FÁBULA MORAL
La obra de Boyne imagina por lo tanto una relación imposible. Ya que en los campos de exterminio nazi, los niños no podían servir como instrumento de trabajo, si no que eran matados inmediatamente. Estamos por lo tanto ante una fábula moral, no un relato histórico de algo que ocurrió realmente. El lector y espectador adulto necesita por lo tanto postergar su incredulidad, para dejarse llevar por
una historia con un final sorprendente. Todo el argumento depende de esa conclusión. La violencia es mantenida así fuera de la pantalla, como de las páginas del libro, no para
disneyficar la historia del Holocausto, sino para aumentar el impacto brutal que produce el desenlace.
Esta es una película apta para niños a partir de diez años. El libro, lo ha leído de hecho mi hijo de nueve años. Puesto que en el colegio, todos parecen hablar de él, desde que se convirtió en un fenómeno editorial (tres millones de libros vendidos de una obra traducida ya a treinta y cinco idiomas). Su lectura produce tal impresión, que algunos la han comparado con la fiebre que trajo la serie de
Harry Potter. Ya que después de decirnos durante tanto tiempo que ahora los niños no leen, un libro les hace separar otra vez de la videoconsola, durante por lo menos dos días... Sus palabras les abren los ojos a la locura del Holocausto.
Muchos adultos han leído también el libro, pero se cree que son los niños los que han arrastrado a los padres a ver la película en todo el mundo. Una obra como ésta, despierta por lo tanto grandes preguntas sobre el valor pedagógico de la ficción. ¿Por qué hay tantas historias, que intentando despertar valores positivos en los niños, no producen más que desinterés e indiferencia? ¿Qué extraña atracción tiene el misterio del mal, para producir tal fascinación en nosotros? Simone Weil decía que “el bien en la ficción es aburrido e insulso, mientras que el mal en la ficción es variado, intrigante, atractivo, profundo, y totalmente hechizante”.
UNA PERSPECTIVA DIFERENTE
La originalidad de esta historia no está sólo en su perspectiva infantil, si no en el hecho de que quien la cuenta es un niño de una familia nazi. Hasta hace muy poco la mayor parte de los relatos sobre el Holocausto tenían un punto de vista judío, pero El niño con el pijama de rayas introduce otra perspectiva: la de los verdugos. Los revisionistas han intentado distorsionar la realidad del Holocausto, pero no han logrado convencer a muchos. Otros sin embargo se han acercado a la complicidad de los alemanes, desde una perspectiva que intentara entender la pasividad de una mayoría silenciosa, intentando despertar cierta simpatía el opresor. No es éste el caso de Boyne, que cuenta la historia desde el punto de vista un hijo de un oficial nazi, pero sin excusar en modo alguno su responsabilidad.
Es significativo en ese sentido el acto de traición que comete Bruno, cuando dice no conocer a Shmuel, provocando la ira del teniente nazi, que suponemos le golpea luego violentamente. Su remordimiento va acompañado de una sensación de extrañeza de todo lo que podemos llegamos a hacer, si estamos en determinadas circunstancias. La ignorancia en este sentido, no se presenta como una excusa, sino como la ignorancia culpable de tantas personas que vivían alrededor de los campos, y decían no saber lo que pasaba allí dentro...
La propia madre de Bruno se sorprende por eso de escuchar al teniente, cuando pregunta por el mal olor que hay, cuando le dice que “huelen peor cuando se queman”… Ya que es verdad lo que dice su marido, cuando le asegura que había tenido que jurar no hablar de ello, ni siquiera con sus familiares más inmediatos. La esposa de Rudolf Hoess, Hedwig, dice que tardó dos años en saber que había cámaras de gas en Auschwitz, aunque vivía al lado del crematorio con sus cuatro hijos. Parece que lo descubrió al escuchar una conversación que hubo en una fiesta.
LA BANALIDAD DEL MAL
El niño con el pijama de rayas habla de lo que Hanna Arendt llama “la banalidad del mal”, en el sentido de trivialidad o vulgaridad. La filósofa judía alemana decía que el mal no es algo que se produce radicalmente, si no que nace de una tendencia natural a seguir la opinión prevaleciente en la sociedad. Cuando el padre le dice a Bruno que “los judíos no son verdaderas personas”,
lo que está es reproduciendo el consenso social que le intenta inculcar su tutor, cuando les enseña que “no hay ningún judío bueno”.
“Ahora se sabe que en la Alemania nazi no había tanta Gestapo como se creía”, dice Antonio Muñoz Molina. “La mayor parte de las denuncias contra los judíos las hicieron honestos ciudadanos”. Por eso, “como decía una víctima, lo peor de mirar de frente a los hombres de la Gestapo era comprobar que tenían una cara normal, y que cualquier cara normal podía ser la de alguien de la Gestapo”, dice el autor de
Sefarad.
“Sería maravilloso que Hitler y su camarilla de paranoicos fueran extraterrestres”, dice Javier Cercas, “porque estaríamos salvados”. Pero “no es posible”, dice el escritor. “La enfermedad”, como dice un poeta de posguerra que cita al comienzo de su novela
La velocidad de la luz, “no estaba en Alemania, estaba en el alma”. La sociedad ilustrada europea nos lleva hablando durante siglos de la bondad natural del hombre, pero sigue siendo incapaz de explicar el misterio del mal.
IGNORANCIA CULPABLE
El apóstol Pablo escribe por eso a los Romanos que el hombre no es inocente. Nos hacemos la ilusión de que no somos culpables de nada, pero la ignorancia no es excusa (Ro. 1:18-20). Ya que no se trata solo de lo que hacemos, si no también de lo que hemos dejado de hacer. Muchos se creen justos, porque no roban, ni matan. Se juzgan así mismo superficialmente, porque se miran en comparación con los demás y tienen justificación para todo. La justicia sin embargo por la que todo hombre ha de ser juzgado, declara que
“no hay justo, ni aun uno” (
Ro. 3:10).
La hermosa actriz Vera Farmiga, que interpreta la madre de Bruno, dice que su personaje “no piensa por si mismo”. Se hace por eso “cómplice y asistente de los ideales de su marido, deseos, moral y ambiciones”. La película nos muestra una transformación de ella que no aparece en la novela, donde está ocupada en una relación adúltera con el teniente nazi, que se insinúa claramente, aunque el lector infantil no lo perciba. En el
film abre sus ojos a la realidad de lo que está pasando y empieza a investigar por ella misma…
El tema de la exploración es una de las claves de esta historia. Ya que no es sólo el juego principal de Bruno y el argumento preferido de sus lecturas favoritas, sino que según su tutor, es tan difícil que Bruno se convierta en un gran explorador, como encontrar un buen judío.
El nazismo nos muestra lo fácil que es seguir la propaganda, dejarse llevar por la masa, y mirar hacia otro lado, cuando hay algo que no nos encaja. Historias como ésta nos desafían a buscar la verdad, más allá de las apariencias…
“YA NO HABÍA NADIE QUE DIJERA NADA”
Martin Niemöller (1892-1984) era un pastor luterano que apoyó a los nazis hasta 1934, que se convierte en el principal dirigente de la oposición al nazismo en la Iglesia Evangélica. Personas con influencia le protegen hasta que en 1937 es encerrado en un campo de concentración, siendo enviado finalmente a Dachau. Un poema suyo ha llegado a ser conocido en todo el mundo. Aunque misteriosamente en los países de habla hispana, se le suele atribuir equivocadamente desde los años setenta a Bertolt Brecht. Hay varias versiones de estos versos de Niemöller, pero cuando le preguntaban cuál era su forma original, él solía decir que la que prefería era ésta:En Alemania, primero vinieron a por los comunistas,
pero yo no dije nada, porque no era comunista.
Luego vinieron a por los sindicalistas,
pero yo no dije nada, porque no era sindicalista.
Luego vinieron a por los judíos,
pero yo no dije nada, porque no era judío.
Y luego… vinieron a por mí,
pero ya no había nadie que dijera nada.
El adoctrinamiento nazi hizo que el movimiento de los “cristianos alemanes” dominara toda la iglesia luterana, hasta el punto de silenciar toda voz disidente. El pastor Niemöller se enfrenta valientemente desde Dahlem a los altos cargos de su iglesia, porque cree que como pastor tiene que predicar la Palabra de Dios.
El movimiento clandestino de resistencia que él inicia se le llama Iglesia Confesante o Confesional, porque cree que la tarea principal de la Iglesia es hablar, proclamando la verdad, aunque nadie nos escuche.
LA IGLESIA CONFESANTE
Niemöller no creía que su lucha era política. “Nuestra única preocupación es poder continuar enseñando el amor y la piedad de Cristo”, decía. El problema viene cuando dicen que los “cristianos alemanes” han abandonado el cristianismo, por lo que están ya “fuera de la Iglesia”. Es entonces cuando la Iglesia Confesional es declarada ilegal, y pertenecer a ella se convierte en un delito.
Comenzaron entonces a desaparecer los pastores, y muchos de sus miembros fueron internados en campos de concentración.
Antes de ser arrestado el año 37, Niemöller dice:
“El Fuhrer ha prometido muchas veces que no interferirá con el servicio al Señor, pero nos pide que sirvamos al Estado antes que a Dios. Esta es entonces la pregunta que nos plantea: ¿debemos obedecer a Dios o al hombre? ¿Debemos obedecer a los hombres que han prometido una y otra vez no interferir con la enseñanza de la Palabra de Dios, pero que envían a Sus pastores y a Sus leales servidores a prisión, que desdeñan su salvación y se burlan de Sus sufrimientos y Su amor infinito, que pretenden privar a nuestros hijos de escuchar la auténtica historia de Dios?
“Debemos mantenernos firmes en nuestra fe, sabiendo que la luz que seguimos es la Luz eterna. No debemos preocuparnos por el resultado. Tenemos que contentarnos con esperar a que llegue Su hora. No albergamos ninguna duda de que llegará,
“porque ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni los poderes, ni las cosas actuales, ni las que han de venir ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrán separarnos del amor de Dios, que está en Jesucristo, Nuestro Señor” (
Ro. 8:38-39).
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