Plasmar un instante, detener el tiempo, sabotear el presente para hacerle un guiño y así distraerlo con la única intención de robarle un momento, para después, guardarlo en el baúl donde se depositan las imágenes, los sabores, los aromas. Rasgar el papel que recubre un regalo sorprendente que sin pretensiones te ofrenda una gama de maravillosos matices.
Es eso lo que he hecho en estas dos últimas semanas en las que he tenido el privilegio de viajar, he desenvuelto sin temor el envoltorio de lugares desconocidos y me he dejado llevar por la música que emiten. Dos lugares llenos de luz que al impactar sobre mí han desgarrado el cortinaje oscuro de la rutina mostrándome con fervor un haz de brillante novedad.
En un primer paseo descubro guiada por amigos a la “gran urbe”, amigos y estupendos anfitriones que con cariño me desnudan la ciudad que les presta un provisional asilo. La desarropo con mis golosos ojos deseosos de primicias, me enfrento a ella con la mente despierta, anhelando ser seducida por su grandeza. Es así como se me presenta Barcelona, multicultural, bulliciosa, presta a recibir al intruso visitante y lograr que en pocas horas olvide que solo fue allí de visita.
Me he dejado enredar por su esplendor, encontrando calidez en un lugar tan aparentemente frío. Sucumbiendo a ella encandilada por sus enormes avenidas, por ese hormiguero subterráneo donde hay cabida para todas las culturas, por el fulgente y extravagante contoneo de la noche donde se despliega el arte expresado de las formas más diversas y derrochado por anónimos artistas. En contraposición, he encontrado rincones solitarios, parques encantados que parecen haber sido escenario de fábulas, jardines donde dejar pasar el tiempo sin prestar atención a las austeras agujas del reloj.
Me he detenido a mirar a la gente, a observar como todo marcha de una forma demasiado veloz, como cada cual acude con urgencia a sus quehaceres sin prestar atención a quienes pasan a su lado.
Una gran ciudad que se presta a crear vidas solitarias.
Arropada por el calor que emite un encuentro deseado con los amigos, descorcho una simbólica botella y muestro sin pudor elogios hacia cada recodo de ciudad descubierto en estos días.
Después de siete días de intensa exploración me despido de Barcelona y con voz quebrada digo un "hasta pronto"a los amigos, regresando al sur para culminar mis días de descanso. Para gozar de ello me interno en la sierra de Cádiz en un pueblo maravilloso llamado Grazalema, donde la luz es más brillante y el cielo de un azul intensísimo. Un lugar propicio al recreo que se desdobla con delicadeza regalando al visitante un aroma a sosiego.
Las casas blanqueadas de cal rezuman brillo, destellan sigilosas las estrechas calles templadas de vestigios árabes. El verde del parque natural resplandece haciendo que todo parezca paradisíaco.
Huele a pan recién hecho, a comida casera, a quietud, y una vez caída la noche el olor cambia quedando todo sumergido por el agradable aroma a leña de encina.
Miro a la gente, gente sencilla, tranquila, abierta a la improvisada charla. Hombres curtidos por el sol que se inclinan ante la tierra mientras faenan en el campo, mujeres de limpios delantales que volviendo del mercado mecen sus cestas esquivando los baches de las empedradas calles.
Dos semanas de vacaciones en dos lugares diferentes, enclaves hermosos, distintos, pero con aromas y sabores autóctonos, ambos dignos de ser visitados.
Vuelvo de nuevo a la rutina. Acudo a ella con ganas por compartir con quienes me aguardan los mil tonos apreciados, las imágenes que aún permanecen indisolubles en mi memoria, Y esas otras, impresas en papel, portadoras de voces que narrarán con delicadeza historias que el tiempo puede borrar de mi torpe cabeza y a las que reclamar ayuda cuando el día a día me azote con su fatigosa melodía.
Si quieres comentar o