El crepúsculo

Manos que después de haber limado asperezas en la vida, acariciado rostros, ejecutado mil tareas hasta conseguir ser diestras en el arte de cuidar a su familia, tristemente han aprendido que el tiempo es un cruel adversario y que siempre juega con ventaja.

Antes servían de apoyo, de respaldo, de ungüento.

Ahora solitarias se mustian en una habitación impersonal a la espera de una visita que se prolonga largamente.

Ya no tejen suéteres para sus hijos, ya no hacen largas listas de la compra, ni elaboran rústicos cuadrantes de economía doméstica.

Hoy en día sus manos sólo esperan. Aguardan las horas de la tarde del domingo para recibir la visita de su familia.

Ella, que durante largos años ha deseado tener un momento de descanso se ve rodeada de nostalgia y desearía vivir entre el bullicio de los suyos, percibiendo la normalidad de la rutina de un hogar.

Entrecruza sus manos en el regazo, suspira y recuerda.

A cierta edad los recuerdos son la única herramienta útil para abordar el silencio.

Deshoja con paciencia una flor de apesadumbrados pétalos y descubre como en el camino quedaron tantas cosas, tantos seres.

La marcha de sus padres que dejaron a una mujer madura y huérfana.

El abandono sosegado de su compañero de viaje, ese hombre al que ama aún después de tantos años de ausencia.

La vida le ha ido dejando cicatrices en el alma, heridas incurables a las que de vez en vez añade sal para saberse viva.

La vejez le ha cogido por sorpresa, ciñéndola de un tono gris que nunca imaginó, encerrándola en una estancia demasiado pequeña para una mujer con ganas de sentirse útil.

Atusa sus crespos cabellos y vuelve parsimoniosamente a entrelazar las manos en el regazo, esperando la llegada del domingo, la visita protocolaria de quienes le deben tanto y que míseramente le ofrecen tan sólo unas horas semanales.

Y espera… mientras la tarde se escapa y en el anaranjado horizonte el sol fenece.