Hace unos años, asistí a un episodio no por triste menos revelador y, sobre todo, aleccionador. A una iglesia local le comunicaron que el ayuntamiento había decidido donarle un terreno para que pudiera levantar un edificio mayor. La noticia resultaba tan inesperada – el estado de “pan y circo” se dedica fundamentalmente a vaciarnos los bolsillos con la excusa de que cubre nuestras necesidades – que es comprensible que los miembros de aquella iglesia se pusieran como locos con ella. Lo que vino después fue todo menos ejemplar. Se sucedieron distintas reuniones en las que los miembros, de manera bastante libre, fueron expresando lo que soñaban – literalmente – que debía ser la nueva iglesia. De manera bien reveladora, los aspectos espirituales quedaron obviados de manera casi total. Sin embargo, se expresó la necesidad de que hubiera zonas donde los niños pudieron pasarlo bien, de que no faltara el wi-fi o de que se acomodara una residencia para un misionero que, por cierto, no tenía mucho en interés en regresar a su país de origen. La iglesia – lamentablemente – había quedado identificada con un lugar y ese lugar se definía, lógicamente, como tal.
Esta es una visión totalmente contraria al Reino y que, sin embargo, tiene una larga trayectoria en la Historia del cristianismo. A decir verdad, sus orígenes, como los de tantas aberraciones espirituales, se hallan en el siglo IV cuando el cristianismo se convirtió en religión estatal.
Todavía en el s. I, Pablo, despidiéndose de Timoteo, le indicó que "desde la niñez conoces las Sagradas Escrituras las cuales pueden hacerte sabio para la salvación por la fe en Cristo Jesús" (2 Timoteo 3: 15).
En otras palabras, la Biblia era la base de la fe y la conducta de los cristianos. El panorama cambió de manera radical en el siglo IV. Al respecto, el testimonio de J. H. Newman, nada sospechoso porque fue un cardenal católico procedente del anglicanismo, no pudo ser más claro:
“En el curso del siglo cuarto dos movimientos o desarrollos se extendieron por la faz de la cristiandad, con una rapidez característica de la Iglesia: uno ascético, el otro, ritual o ceremonial. Se nos dice de varias maneras en Eusebio (V. Const III, 1, IV, 23, &c), que Constantino, a fin de recomendar la nueva religión a los paganos, transfirió a la misma los ornamentos externos a los que aquellos habían estado acostumbrados por su parte. No es necesario entrar en un tema con el que la diligencia de los escritores protestantes nos ha familiarizado a la mayoría de nosotros. El uso de templos, especialmente los dedicados a casos concretos, y adornados en ocasiones con ramas de árboles; el incienso, las lámparas y velas; las ofrendas votivas al curarse de una enfermedad; el agua bendita; los asilos; los días y épocas sagrados; el uso de calendarios, las procesiones, las bendiciones de los campos; las vestiduras sacerdotales, la tonsura, el anillo matrimonial, el volverse hacia Oriente, las imágenes en una fecha posterior, quizás el canto eclesiástico, y el Kirie Eleison son todos de origen pagano y santificados por su adopción en la Iglesia”
(
An Essay on the Development of Christian Doctrine, Londres, 1890, p. 373).
A partir de Constantino, el cristianismo fue cambiando el énfasis en el Libro por una visión ceremonial y sacerdotal que se fue desarrollando todavía más durante la Edad Media y que no siempre fue totalmente limpiado con la Reforma. La iglesia se fue identificando cada vez más con un edificio que, de forma creciente, se fue haciendo más grandioso. En la locura constructora – consideraciones artísticas aparte – el papado no dudó en caer en las formas peores de simonía que acabaron estallando con ocasión de la venta de indulgencias para levantar san Pedro en Roma.
A pesar de que las lecciones históricas son evidentes no parece que muchos se hayan enterado. Que el actual pontífice no viva en un edificio con miles de habitaciones sino en uno que tan solo tiene unos centenares a alguno le parecerá el colmo de la santidad, pero, sinceramente, cuesta creerlo. Pero que en otras regiones se predique que como los cristianos son hijos del Rey deben vivir como príncipes es una extravagancia blasfema. Lo es por la sencilla razón de que el Hijo no tenía donde recostar la cabeza (Lucas 9: 58) y si se caracterizó por algo fue por evitar ese principesco modo de vida que, sin embargo, disfrutaba Herodes.
No sorprende que los primeros cristianos se reunieran en las casas (Hechos 2: 46-7; Filipenses 4: 22), que ya en el siglo II optaran por añadir los cementerios – las famosas catacumbas – y que no contaran con edificios de culto hasta el siglo IV. A decir verdad, era lógico
Lo importante no era el wi-fi, ni la zona de niños, ni siquiera los instrumentos musicales o el púlpito. Lo importante era la enseñanza que habían impartido los apóstoles y la celebración del partimiento del pan.
Algunas denominaciones han intentado mantener esa sencillez original de la iglesia primitiva contando con lugares de culto modestos – en alquiler o en propiedad – a los que incluso no se denomina iglesias para evitar la confusión teológica. Confieso mi predilección por esa visión eclesial, pero tampoco pretendo establecer un límite de miembros, superficie o prestaciones del local. Sí creo, no obstante, que el llamamiento del pueblo de Dios es “buscar primero el Reino de Dios y su justicia” (Mateo 6: 33).
Lamentablemente,
esa búsqueda del Reino se ha sustituido, en ocasiones, por un evangelio de codicia en el que se prometen bendiciones – no pocas veces materiales – a condición de que se de dinero y en el que se ha olvidado cuál es el camino del Reino. Paul Washer ha señalado agudamente que cuando predicando prosperidad sólo el que la predica es próspero algo va mal.
Pero incluso cuando no se incurre en esa conducta, se ha perdido muchas veces la visión del Reino identificándose la iglesia con las modas musicales, con la última corriente – ¡cuántas no hemos visto los que tenemos ya cierta edad! – con el último viento… o con el espacio para niños y el wi-fi. Como no cuesta mucho pensar, ese tipo de actitud ha causado no pocos quebraderos de cabeza porque los gastos – no siempre justificados – tienen que ser asumidos por alguien y entonces o se busca cómo vaciar los bolsillos de los contribuyentes – la iglesia católica lleva siglos haciéndolo en España y no sólo en España – o se descargan fardos pesados sobre gente que no puede soportarlos. Pero quizá lo peor sea que esa visión constituye una conducta semejante a la de alimentar a niños con comida basura. Su apariencia puede ser buena, pero la realidad es que los organismos son débiles y enfermizos porque no recibieron el alimento adecuado.
No es esa la visión del Reino.
Los que han entrado en el Reino, los que han decidido que su Rey sea Dios, los que siguen las enseñanzas del mayor heraldo de ese Reino que ha habido nunca saben que lo relevante no es ni el tamaño del local, ni el acompañamiento musical, ni las diversas prestaciones sino el que el centro de todo sea la Palabra y que de ello se derive que la vida se sostenga sobre la roca que son las enseñanzas de Jesús (Mateo 7: 24-7). A fin de cuentas, la verdadera prueba de que somos – o no – cristianos es la medida en que seguimos las enseñanzas del Reino y así, poco a poco, nos vamos asemejando a Jesús.
CONTINUARÁ
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