En mi última entrega, intenté subrayar cómo la economía del Reino está precisamente basada en el Reino de Dios y su justicia y, por eso mismo, en la confianza de que lo demás vendrá por añadidura. La pregunta que se impone, por lo tanto, es en qué consiste “lo demás”. De nuevo en esta cuestión las bobadas rimbombantes son legión. Por ejemplo, afirmar que “lo que le falta a otro a ti te sobra” es una necedad colosal. A otra persona le puede faltar un automóvil y eso no quiere decir que a mi – caso de tenerlo que no es el caso – me sobre. A decir verdad, me podría resultar tan imprescindible como al otro y si me lo quitaran para dárselo tan sólo se conseguiría, como dice el conocido refrán castellano, “desnudar a un santo para vestir a otro”. En el otro extremo del espectro, se hallarían los empeñados en señalar que ser ciudadano del Reino le confiere a uno privilegios regios, entendidos además como los que ejercería un déspota oriental y no el Rey Jesús.
En realidad,
la meta del ciudadano del Reino debería ser la “autarkeía”, es decir, el contentamiento. El término aparece en el Nuevo Testamento tres veces en manera literal o derivada y resulta harto iluminador con respecto a lo que debería ser nuestra visión.
En 2 Corintios 9: 8,
Pablo señala que Dios hará que en todo tengamos “lo suficiente” (autarkeia). No riqueza – aunque pudiera darse el caso – ni escasez, sino lo bastante. Con una finalidad concreta, la de que abundemos en buenas obras. Lo que cabe esperar del Rey es que nos dé “lo suficiente” – aunque pueden venir que nadie espere lujos ni los reclame a menos que ande totalmente despistado o incluso muy extraviado – e incluso esa suficiencia debe ser encaminada a hacer el bien.
En Filipenses 4: 11,
un Pablo que está encarcelado – una situación ciertamente nada envidiable – señala que él ha conseguido vivir con autarkeia, de hecho, él es autárkes, un término que la RV traduce, no inexactamente, como contento. En medio de las dificultades, con abundancia y estrechez, con holgura y sin ella, el apóstol había logrado alcanzar la meta del Reino, la de adaptarse a “lo suficiente” que Dios le daba y hacerlo con alegría. Filipenses ha sido denominado más de una vez como la carta del gozo o de la alegría y es correcto que así sea, pero no estaría de mal que la gente recordara el contexto en que fue redactada.
El último pasaje se encuentra en I Timoteo 6: 6 y ahora Pablo no es que esté en la cárcel, es que espera en una mazmorra a ser ejecutado. Sus palabras son dignas de reflexión. En el versículo 5, el apóstol ha censurado acremente a aquellos que han utilizado la piedad como una forma de obtener ganancias. Desde los templos egipcios del período faraónico a la Banca Vaticana, los casos abundan y,
desgraciadamente, en algunas ocasiones se ha pretendido utilizar el nombre de Cristo o la lectura retorcida de las Escrituras para sacar dinero a la gente y así obtener ganancia. No me cabe duda de que muchos lo consideran una bendición de Dios, pero no deja de ser una terrible maldición espiritual esa conducta. Tras señalar que es incompatible con el cristianismo,
Pablo indica que, no obstante, la piedad puede ser una gran ganancia, pero sólo cuando va acompañada de “autarkeia” (contentamiento). ¿Por qué?
Muy sencillo.
En primer lugar, la autarkeia implica un reconocimiento sensato de nuestras limitaciones humanas. Igual que – como vimos la semana pasada – sólo un necio pensaría que la ansiedad le ayudaría a crecer, sólo un estúpido semejante puede pensar que se llevará algo de este mundo. A este mundo llegamos sin nada – salvo el código genético – y nada nos vamos a llevar. Suerte tendremos si nuestros sucesores no se pelean por lo poco o mucho que aquí se quede. Reflexionemos en ello y evitaremos caer en una necedad ridícula.
Segundo, contentémonos con el sustento y el abrigo. El pan nuestro de cada día unido a lo que nos cubra el cuerpo – ropa y techo – son más que suficientes. Por ello, deberíamos dar gracias a Dios y sentirnos más que felices. El nos proveerá eso y además espera que con ello podamos hacer buenas obras sea compartiendo nuestro pan con el que no tiene qué comer o alojando en nuestra casa al que lo necesite.
Tercero, por supuesto, podemos negarnos a aceptar la autarkeia como norma de conducta y buscar la riqueza – riqueza que puede variar según las sociedades, pero que es lo que va más allá de lo necesario – pero entonces correremos un gran peligro (v. 9), el de caer en la tentación y en lazos y en codicias que arruinen nuestras existencias. El amor al dinero (v. 10) se encuentra en la raíz de infinidad de males que acaban aniquilando la vida de muchos. Y, por favor, que nadie sea tan ingenuo como para pensar que determinadas ideologías descartan el amor al dinero. Simplemente, desplazan el abanico social de los codiciosos. Nada más. A fin de cuentas, como alguien dijo acertadamente, “un progre es una persona con una avidez insaciable de dinero”. Repásese a donde va la inmensa mayoría de las subvenciones que se otorgan en nuestra nación y se verá cómo la afirmación encuentra un cumplimiento pavoroso. Entre organizaciones progres y católicas – otra institución que se supone que no debería tener interés por lo material, pero que manifiesta su desapego acumulándolo en cantidades astronómicas – se llevan la parte del león de no pocas partidas económicas. No debería ser así entre los ciudadanos del Reino. A nosotros, habiendo aprendido a contentarnos con lo que Dios nos va deparando a lo largo de esta existencia, debería bastarnos con el sustento y el cobijo porque lo que más nos importa es el Reino de Dios y su justicia.
CONTINUARÁ
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