Señalaba el otro día – al parecer, para escándalo de algunos – que la tesis de que los pobres son cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos era, independientemente de casos particulares, una falsedad a escala planetaria. No sólo eso. Se trata de una falsedad que hay que disipar precisamente para contemplar todo de manera adecuada.
Algunas naciones siguen teniendo una trayectoria aciaga como Argentina que desde 1900 sufre un año de recesión de cada tres, desde hace casi un siglo sólo en cuatro ocasiones ha logrado crecer cuatro años consecutivos a un ritmo del 4 por ciento y en el último cuarto de siglo ha sufrido diez recesiones – si se quiere profundizar en las razones, recomiendo que se repase mi serie
Por qué somos diferentes – pero no es menos cierto que desde que abandonó el sistema socialista y se orientó hacia el capitalismo China ha sacado de la pobreza al equivalente a quince Argentinas enteras, unos seiscientos millones de personas.
Hace treinta años, la tasa de pobreza mundial superaba el 52 por ciento – más de la mitad de la población humana – hoy roza el 25 por ciento. En otras palabras, ha disminuido a la mitad a pesar de que naciones como Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua o Cuba persisten en una vía que aumenta el número de pobres. No sólo eso. Cualquiera que haya pasado los cincuenta años – es mi caso – sabe que la diferencia entre el mundo en el que nacimos y crecimos en la actual, en términos meramente, materiales resulta absolutamente impresionante.
Casos puntuales aparte, nadie puede decir en serio que hace cincuenta años se vivía materialmente mejor. Sin embargo, no cabe duda de que para mucha gente el presente se convierte en difícilmente soportable. Una de las razones principales es la expectativa.
Seguramente, el índice de satisfacción es el resultado de dividir lo que se ha conseguido entre lo que se esperaba. Dado que las expectativas materiales se han incrementado de manera creciente y que además se ha hecho depender la felicidad de alcanzarlas poco puede sorprender que vivamos en una sociedad no sólo insatisfecha sino además aquejada de ansiedad. No se obtiene muchas veces lo que se esperaba obtener – a pesar de que para ello se realizan renuncias no poco relevantes – y, por añadidura, nadie ni nada puede asegurar que no iremos a peor. Resulta, al respecto, más que reveladora la manera en que la visión del Reino se enfrenta con esa situación en uno de los pasajes más actuales y prácticos del Sermón del Monte (Mateo 6: 25-34).
De entrada,
la visión del Reino reconoce que la gente cae presa de la ansiedad por cuestiones materiales – el “no os afanéis” del v. 25 en la RV 60 es, en realidad, un término griego de considerable dureza equivalente a “no os dejéis llevar por la angustia” o “no permitáis que el stress os aplaste” – e incluso reconoce que para los que no han entrado en el Reino es lo normal. Los gentiles a fin de cuentas buscan esas cosas, las buscan de manera preeminente y se dejan llevar por la angustia (v. 32). De modo que no vamos a negar que la preocupación material produce ansiedad porque no sólo es un hecho sino que incluso es un hecho normal en los que no han entrado en el Reino. Sin embargo,
Jesús señala que el camino del Reino es diferente.
En primer lugar, los verdaderos súbditos del Rey
no deben dejarse llevar por la ansiedad porque piensan (v. 25-26, 28-9). Lejos de permitir que los empuje el mundo sin dar lugar a la reflexión, se detienen, observan a su alrededor y ven que Dios actúa. Es más, ese Dios que actúa y que es su Padre se comporta de manera provisora y amorosa.
En segundo lugar,
la ansiedad no conduce a nada (v. 27). Hay cosas que sinceramente no podemos cambiar y los que creen lo contrario se engañan o están dejando que otros los engañen. Por mucho que uno salte no va a lograr aumentar su estatura y por mucho que se apliquen ciertas recetas la gente no encontrará respuesta a los problemas más graves de su existencia. Más que angustiarse, el súbdito del Reino debería ser realista en relación con lo que se puede o no conseguir.
En tercer lugar,
el súbdito del Reino debe ser consciente de quién es. No es – como pretenden algunos – un hijo del Rey destinado a ver cómo Dios satisface sus caprichos materiales. Ni tampoco es un ser superior titular de inmensos derechos sobre las riquezas del planeta. Sin embargo, a pesar de que muchas veces se caracteriza más por su falta de fe que por su confianza en el Rey, puede estar seguro de que Dios cubrirá sus verdaderas necesidades materiales (v. 30).
En cuarto lugar y por todo lo anterior,
no debería permitir que la ansiedad se apoderara de él en relación con las cuestiones materiales básicas – no digamos ya las que no lo son – como si fuera un pagano cualquiera (v. 32) ya que el Rey – su Padre- sabe mejor que él mismo lo que necesita (v. 32).
Finalmente,
lo que deben hacer los súbditos del Rey es precisamente buscar en primer lugar el Reino de Dios y su justicia porque Dios les dará todo lo demás añadido (v. 33). Si subvierten esa visión y buscan en primer lugar otras cosas en lugar del Reino y su justicia… bueno, digámoslo claramente, no sólo estarán desperdiciando su vida sino también dando muestras de una clara necedad porque cada día ya tiene bastante con su propio mal (v. 34).
Las palabras de Jesús son claras y, a la vez, enormemente prácticas. Dejan totalmente de manifiesto, por añadidura, hasta qué punto podemos desviarnos de la visión del Reino respecto a la expectativa correcta. Las disfunciones que semejante conducta puede crear en la vida cristiana son inmensas:
- Disfunción es predicar que Dios nos dará todo lo que materialmente apetezcamos si tenemos fe para ello.
- Disfunción es concebir el Evangelio como una manera de vivir acomodadamente en lugar de verlo cómo un mensaje de salvación y de vida.
- Disfunción es apoderarse de los recursos que dan, por ejemplo, los bancos de alimentos y que no han salido de nuestras posesiones para luego repartirlos a los miembros de la iglesia, es decir, apoderarse de lo que otros dan y que nada nos ha costado para beneficio propio.
- Disfunción es llamar a la solidaridad y a compartir cuando se vive en un palacio con más habitaciones de las necesarias.
- Disfunción es dejar que la ansiedad nos invada por la sencilla razón de que hemos vivido más allá de nuestras posibilidades.
- Disfunción es permitir que la consecución de lo material afecte a nuestra vida espiritual privándonos de tiempo de oración, de estudio de la Palabra, de compartir el Evangelio o de comunión con Dios y con los hermanos.
Me atrevería a decir que, aparte de disfunciones,
todas estas conductas son gravísimos pecados que, sin embargo, no se suelen considerar como tales. No es sorprendente. Se está tan ocupado en repetir consignas políticas y necedades conceptuales, en vivir como los paganos y en sufrir su misma ansiedad, que no se busca en primer lugar el Reino de Dios y su justicia. Y, sin embargo, eso es lo que debería constituir nuestra justa expectativa confiados en que nuestro Padre, que sabe mejor que nosotros lo que necesitamos, nos lo dará por añadidura.
CONTINUARÁ
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