La visión que la Biblia presenta de la pobreza es, como todo su contenido, notablemente realista. No afirma que asistiremos al fin de la pobreza sino que, por el contrario, a los pobres siempre los tendremos entre nosotros (Mateo 26: 11). A decir verdad, la desaparición de la pobreza, como la de la enfermedad o la muerte, sólo tendrá lugar de manera completa con la instauración final del Reino.
En otras palabras, la existencia de la pobreza, derivada del pecado humano como tantas desdichas que nos aquejan, será una de las marcas que acompañarán su devenir hasta el fin de los tiempos. De hecho –aunque hay que extremar la prudencia a la hora de realizar identificaciones concretas– la pobreza, de acuerdo a la Biblia, puede ser un castigo directo de Dios por la iniquidad de una sociedad (Amós 4: 6-7) o fruto de la pereza (Proverbos 6: 6 ss; 13: 4 ss; 21: 25 ss). Como en el caso de otras calamidades, sin embargo, las Escrituras no lo contemplan con fatalismo o pasividad sino como una situación con la que debemos enfrentarnos con la intención de remediarla.
La Torah es muy clara en relación con lo que debería ser la conducta de un pueblo que, por definición, viene caracterizado por su relación con Dios. La clave de la grandeza nacional residía, expresamente, en su apego a unas normas justas contenidas en la Torah y esa circunstancia diferenciaba a Israel de otros pueblos(Deuteronomio 4: 5-8). Precisamente por eso, la primera disposición adoptada por Moisés antes de entrar en la Tierra prometida fue la de establecer una administración de justicia independiente. La existencia de esa justicia que no se doblega ante unos ni ante otros es la garantía de que los pobres no serán maltratados ni sufrirán la injusticia (Deuteronomio 1: 16-17).
Compréndase que cuando en una sociedad la justicia no es independiente sino que es designada por los partidos políticos u otros poderes fácticos o se pretende, como en algunas regiones españolas, que no cuente con una instancia superior sino que esté en mano de las autoridades regionales, con toda seguridad, se está perpetrando uno de los peores atentados que puede sufrir una sociedad, el de privarle de una justicia independiente.
En segundo lugar, la Torah ordenaba el pago de los salarios a su tiempo, consciente de que el retraso perjudicaba de manera especial a los más desfavorecidos(Levítico 19: 13). Igualmente, era obligado no apurar la explotación de los frutos de la propiedad y dejar los rebuscos a los necesitados (Levítico 19: 9-10; 23: 22).
La Torah imponía también un trato a los inmigrantes dotado de la misma justicia que el que pudieran recibir los nacionales(Levítico 19: 33-34).
Igualmente, contemplaba un perdón periódico de las deudas con la finalidad de no acentuar el empobrecimiento de la población (Deuteronomio 15: 7 ss).
Obsérvese, sin embargo, que ese perdón de las deudas se producía sólo tras un plazo muy dilatado –todavía más dilatado entonces que ahora dada la brevedad de la vida humana– que lo que pretendía era salvar a futuras generaciones de endeudamientos presentes.
Por último, aunque en algunas actividades culticas, ricos y pobres debían abonar la misma cantidad (Éxodo 30: 13-5),
la Torah disponía que los sacrificios religiosos realizados por los pobres debían ser más económicos que los llevados a cabo por los ricos.
Desatender estas disposiciones aparece no sólo en la Torah sino también en los profetas como una vía directa a la desgracia nacional(Amós 2: 6-8; Amós 8: 4 ss; Miqueas 2: 2, 9).
Sin embargo, y de manera bien reveladora, el acercamiento a la situación de los pobres difiere mucho de lo que podríamos pensar en nuestras sociedades occidentalestrasunto, a fin de cuentas, del asistencialismo medieval secularizado y aumentado.
En primer lugar, la Biblia no se refiere a la existencia de un mal estructural –un término marxista que ha hecho fortuna en autores cristianos– sino personal. Es a las personas, aunque, en ocasiones signifiquen segmentos enteros de la población, las responsables de la injusticia. Es a esas personas, sin excepción de clase social, a las que Dios pedirá cuentas de sus actos (Apocalipsis 6: 15). En ocasiones, el mal individual puede acabar impregnando a toda la sociedad, pero la responsabilidad y la culpa son, en primer lugar, personales y no fruto de unas estructuras.
En segundo lugar, es de responsabilidad individual –y no estatal– el ocuparse de los pobres, representados paradigmáticamente por viudas y huérfanos. Esta responsabilidad individual aparece recogida en la Torah (Deuteronomio 14: 29), pero se presenta igualmente como una norma de carácter moral universal (Job 31: 16-7) que no puede ser descuidada (Isaías 1: 17, 23). Esa responsabilidad no se puede eludir descargándola sobre el Estado. A decir verdad, de los reyes y gobernantes lo único que se espera –y no es poco– es que se ocupen de que la justicia sea independiente para dictar sentencia entre particulares y de que se cumplan las leyes. No se espera, sin embargo, que sustituyan a los particulares a la hora de socorrer a los pobres. De manera bien significativa, no encontramos un solo ejemplo al respecto en las Escrituras ni siquiera en el caso de monarcas excepcionales como David o Josías.
Finalmente, las ayudas a los necesitados, aunque no excluyen los donativos, llevan aneja la idea de un trabajo que evite la mendicidad y la dependencia. Al acomodado se le dice que permita a los menesterosos recoger los rebuscos, pero no que, dada su condición, los alimente sin esfuerzo por su parte. Muy posiblemente, esta circunstancia explica que, al iniciarse la Reforma, en lugar de mantener la línea asistencialista católica, se abrieran talleres para dar trabajo en lugar de los despachos de sopa boba de los conventos.
Soy consciente de que la visión contenida en el Antiguo Testamento a muchos les parecerá pobre y deficiente y que la verán como inferior a los sistemas asistenciales que, en mayor o menor medida, existen en la actualidad. Permítaseme, al respecto, realizar algunas observaciones.En contra de lo que se suele pensar, nuestros sistemas sociales se basan no en la acumulación de nuestros aportes de cara al futuro sino en la detracción de una parte de sus ingresos a aquellos que los producen y su puesta en un fondo común para todos. Puede parecer justo, pero es muy dudoso que lo sea.
De entrada,
enarbolando palabras llamativas como solidaridad, justicia o preocupación social, los distintos poderes aprovechan los fondos de los que disponen no tanto para el bien como para crear clientelas. Guste o no reconocerlo, porciones importantes del voto se mueven no por el bien común sino por lo que, particularmente, reciben… aunque no lo merezcan.
En segundo lugar, para mantener esos sistemas clientelares que, por su propia naturaleza, nunca se ajustan sino que continúan creciendo de manera indefinida,
los poderes públicos –que no crean riqueza alguna– obtienen los recursos mediante una vía tan escépticamente contemplada en la Biblia como los impuestos. Se podrá decir que los sistemas fiscales cumplen una magnífica función al redistribuir la riqueza. La realidad, con los matices nacionales que se desee, es que los segmentos sociales más potentes económicamente logran con relativa facilidad eludir el peso fiscal que les correspondería mientras que otros segmentos situados en la base de la pirámide se ven exentos de él a cambio del voto. A los primeros, se les enseña que la ley proporciona amplios agujeros para escapar de la contribución común; a los segundos, que no tienen obligaciones sino sólo supuestos derechos. Se incurre así en una conducta expresamente condenada por la Torah y por partida doble: la de favorecer al rico por rico y al pobre por pobre (Levítico 19: 15). Para mantener entonces el aparato, el peso fiscal recae, sobre todo, sobre las clases medias que, porque aspiran a prosperar y, generalmente, crean riqueza, soportan un peso cada vez más insoportable y empobrecedor. Una consecuencia directa de esa mayor presión fiscal –contra la que clamaron los profetas– será también un incremento del desempleo y con él de la pobreza.
Por supuesto, llega un momento en que el sistema, aplastado por la suma de las distintas injusticias, se resquebraja. Entonces se procede a recortar gastos y esos gastos afectan no a los segmentos privilegiados –o por exención o por elusión– sino a los sectores que, simplemente, no pueden defenderse.
A todo esto hay que añadir la pérdida de responsabilidad individual en la convicción de que el gobierno, el que sea, debe solucionar todo –sin reparar en los costes de esa actitud– y la asunción de que se tienen unos derechos, reales o supuestos, que, naturalmente, deben costear los demás. ¿Es esa, a fin de cuentas, una sociedad más justa? No sólo resulta muy dudoso que lo sea sino que, por añadidura, da la impresión de que esa conducta nos ha ido empujando en no pocas naciones hacia lo que parece un auténtico callejón sin salida.
No estaríamos en esa situación si, a la hora de abordar el problema, en lugar de a la ingenuidad o a la demagogia hubiéramos apelado a las Escrituras.
Continuará
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