Como hemos ido viendo en las semanas anteriores, el hecho de que España no se encontrara entre las naciones donde triunfó la Reforma tuvo consecuencias considerables como la de verse alejada de la ética del trabajo del norte de Europa, de una alfabetización más acelerada, de una revolución científica en la que no participó, de una nueva cultura crediticia indispensable para mantener un imperio, de la aceptación de la primacía de la ley sobre cualquier institución, del sentimiento de un notable horror frente a conductas reprobables como la mentira o la violación de la propiedad ajena y de la integración en su sistema político del principio de separación de poderes. Lamentablemente, no se detuvieron ahí nuestras diferencias compartidas con naciones como Italia, Portugal o las repúblicas hispanoamericanas. Se extendieron a la forja de un sistema constitucional cuya historia fue trágica.
He comprobado últimamente con no poca satisfacción que no sólo Hermann Tertsch sino Arturo Pérez Reverte han realizado declaraciones en las que asumen una visión de nuestra diferencia con otras naciones sustancialmente idénticas a las que vengo sosteniendo en esta serie.
En el caso de Tertsch lo comprendo porque conoce muy bien la realidad de otras naciones, en el de Arturo Pérez Reverte porque es un gran conocedor de la realidad –que no del mito– de los Siglos de Oro. Cuando ha afirmado que España se equivocó de bando en Trento no practica el diletantismo: demuestra que sabe Historia y además sabe reflexionarla, cualidades que no suelen ir juntas. Lo que me recuerda una anécdota. Hace tiempo me contaron la historia de un cabo del ejército de Franco cuyo nombre omitiré por caridad. El sujeto en cuestión gustaba de comenzar a humillar a los reclutas echándoles en cara su supuesta ignorancia porque no sabían ni siquiera lo que era el metro. Ante el silencio paciente de los quintos, el cabo daba a continuación una definición del metro a la altura de la Enciclopedia Álvarez y se sentía soberbiamente satisfecho de su sapiencia. Un día, entre los que sufrían la altivez ignorante del cabo se encontraba un ingeniero que le dio una definición del metro de acuerdo a los parámetros de la alta ciencia. El cabo, colorado como un tomate, comenzó a gritar: "Así no es, así no es" para, acto seguido, comenzar a insultar al muchacho. Es el gran problema de los ignorantes que creen saber –y que, por ejemplo, pontifican diciendo que aprender inglés no entra dentro de lo que debería aprenderse fundamentalmente porque las lenguas extranjeras no son lo suyo o que ponen calificativos raros a los ciudadanos de los Estados Unidos– y que se encuentran con que no saben. Sólo saben decir "Así no es, así no es" e insultar. No dan más de sí.
LA CONSTITUCIÓN DE EE.UU.
Pero volvamos a lo nuestro.
La primera constitución democrática de la Historia contemporánea es la de los Estados Unidos de América. Se trata de un documento de unas características realmente excepcionales tanto por su configuración como por su perdurabilidad. De entrada, es el primer texto que consagra un sistema de gobierno de carácter democrático en una época en que tal empeño era interpretado por la aplastante mayoría de habitantes del orbe como una peligrosa manifestación de desvarío mental. Por añadidura, el sistema democrático contemplado en sus páginas era bien diferente de otras construcciones políticas en especial en lo referido al principio de división de poderes –un sistema de
checks and balances o frenos y contrapesos– que ha servido históricamente para evitar la aniquilación del sistema tal y como ha ocurrido repetidas veces con otras constituciones aplicadas al sur del río Grande o en Europa. El origen del sistema americano se ha intentado buscar en el gobierno de los indios de las cinco naciones por los que, al parecer, Benjamin Franklin sentía una enorme simpatía y en los principios de la Ilustración europea que en algunas de sus formulaciones, como la de Rousseau, se manifestaba favorable a ciertas formas de democracia. Sin embargo, ninguna de las teorías resulta satisfactoria ya que el gobierno de las cinco naciones no era sino un sistema asambleario en virtud del cual las tribus resolvían algunas cuestiones muy al estilo de los consejos de guerreros que hemos visto tantas veces en las películas del oeste y la Ilustración mayoritariamente fue favorable al Despotismo ilustrado de María Teresa de Austria, Catalina de Rusia o Federico II de Prusia y cuando, excepcionalmente, abogó por la democracia, perfiló ésta desde una perspectiva muy diferente a la que encontramos en la constitución de Estados Unidos.
En realidad,
la constitución de Estados Unidos es el fruto de un largo proceso histórico iniciado en Inglaterra con la Reforma del siglo XVI. Mientras que un sector considerable de la iglesia anglicana se sentía a gusto con una forma de Reforma muy suave que, por ejemplo, mantenía la sucesión episcopal, otro muy relevante abogaba por profundizar esa reforma amoldando la realidad eclesial existente a los modelos contenidos en el Nuevo Testamento. Los partidarios de esta postura recibieron diversos nombres: puritanos, porque perseguían un ideal de pureza bíblica, presbiterianos, porque sus iglesias se gobernaban mediante presbíteros elegidos en lugar de siguiendo un sistema episcopal como el católico-romano o el anglicano, y también calvinistas, porque su teología estaba inspirada vehementemente en las obras del reformador francés Juan Calvino. Este último aspecto tuvo enormes consecuencias en muchas áreas – entre ellas las de un enorme desarrollo económico y social en Inglaterra – pero nos interesa especialmente su influjo en la política.
Como señalaría el estadista inglés sir James Stephen,
el calvinismo político se resumía en cuatro puntos: 1. La voluntad popular era una fuente legítima de poder de los gobernantes; 2. Ese poder podía ser delegado en representantes mediante un sistema electivo; 3. En el sistema eclesial clérigos y laicos debían disfrutar de una autoridad igual aunque coordinada y 4. Entre la iglesia y el estado no debía existir ni alianza ni mutua dependencia.
Sin duda, se trataba de principios que, actualmente, son de reconocimiento prácticamente general en Occidente –sin excluir buena parte de los medios católicos– pero que en el siglo XVI distaban mucho de ser de aceptación general. Durante el siglo XVII, los puritanos optaron fundamentalmente por dos vías. No pocos decidieron emigrar a Holanda –donde los reformados habían establecido un peculiar sistema de libertades que proporcionaba refugio a judíos y seguidores de diversas fes religiosas– o incluso a las colonias de América del norte. De hecho, los famosos y citados Padres peregrinos del barco Mayflower no eran sino un grupo de puritanos. Por el contrario, los que permanecieron en Inglaterra formaron el núcleo esencial del partido parlamentario –en ocasiones hasta republicano– que fue a la guerra contra Carlos I, lo derrotó y, a través de diversos avatares, resultó esencial para la consolidación de un sistema representativo en Inglaterra.
LOS PURITANOS EN NORTEAMÉRICA
La llegada de los puritanos a lo que después sería Estados Unidos constituye históricamente un acontecimiento de enorme importancia. Puritanos fueron entre otros John Endicott, primer gobernador de Massachusetts; John Winthrop, el segundo gobernador de la citada colonia; Thomas Hooker, fundador de Connecticut; John Davenport, fundador de New Haven; y Roger Williams, fundador de Rhode Island. Incluso un cuáquero como William Penn, fundador de Pennsylvania y de la ciudad de Filadelfia, tuvo influencia puritana ya que se había educado con maestros de esta corriente teológica. Desde luego, la influencia educativa fue esencial ya que no en vano Harvard –como posteriormente Yale y Princeton– fue fundada en 1636 por los puritanos. Por cierto y de manera bien significativa, se trataba de instituciones posteriores en el tiempo a las creadas por los españoles en Hispanoamérica aunque huelga decir que, aplicando los principios educativos y científicos de la Reforma, pasaron pronto a todas las universidades del sur del continente y hasta la fecha nadie ha logrado revertir el proceso.
Cuando estalló la Revolución americana a finales del siglo XVIII, el peso de los puritanos en las colonias inglesas de América del norte era enorme. De los aproximadamente tres millones de americanos que vivían a la sazón en aquel territorio, 900.000 eran puritanos de origen escocés, 600.000 eran puritanos ingleses y otros 500.000 eran calvinistas de extracción holandesa, alemana o francesa, es decir, que su cosmovisión era también puritana. Por si fuera poco, los anglicanos que vivían en las colonias eran en buena parte de simpatía calvinistas ya que se regían por los Treinta y nueve artículos, un documento doctrinal con esta orientación. Así, más de dos terceras partes al menos de los habitantes de los futuros Estados Unidos eran calvinistas por pertenencia a una confesión concreta o por identificación teológica y el otro tercio de los habitantes en su mayoría se identificaba con grupos de disidentes protestantes como los cuáqueros o los bautistas. En el caso de estos últimos, también en su mayoría la tendencia teológica era de signo puritano como, por ejemplo, había sucedido en Inglaterra con autores como John Bunyan. La presencia, por el contrario, de católicos era casi testimonial y los metodistas aún no habían hecho acto de presencia con la fuerza extraordinaria que tendrían después en Estados Unidos.
El panorama resultaba tan obvio que en Inglaterra se denominó a la guerra de independencia de Estados Unidos "la rebelión presbiteriana"y el propio rey Jorge III afirmó: "atribuyo toda la culpa de estos extraordinarios acontecimientos a los presbiterianos". Por lo que se refiere al primer ministro inglés Horace Walpole, resumió los sucesos ante el parlamento afirmando que "la prima América se ha ido con un pretendiente presbiteriano". No se equivocaban ciertamente y, por citar un ejemplo significativo, cuando Cornwallis fue obligado a retirarse para, posteriormente, capitular en Yorktown, todos los coroneles del ejército americano salvo uno eran presbíteros de iglesias presbiterianas. Por lo que se refiere a los soldados y oficiales de la totalidad del ejército, algo más de la mitad también pertenecían a esta corriente religiosa. Al respecto no deja de ser significativo que, a diferencia por ejemplo de los sacerdotes que sirvieron en las filas carlistas durante las guerras civiles que ensangrentaron España a lo largo del siglo XIX, todos y cada uno de esos coroneles defendía la causa de la libertad y eran partidarios de la separación de la iglesia y el estado. Como me señalaría una vez Federico Jiménez Losantos acerca de esta circunstancia concreta: "a lo mejor no es tan malo que un clérigo lleve un trabuco sino la causa que defiende con él". Es una opinión, desde luego.
CARÁCTER PURITANO DE LA CONSTITUCIÓN
El influjo de los puritanos resultó especialmente decisivo en la redacción de la constitución. Ciertamente, los cuatro principios del calvinismo político arriba señalados fueron esenciales a la hora de darle forma, pero a ellos se unió otro absolutamente esencial que, por sí solo, sirve para explicar el desarrollo tan diferente seguido por la democracia en el mundo anglosajón y en el resto de occidente. La Biblia – y al respecto las confesiones surgidas de la Reforma fueron muy insistentes – enseña que el género humano es una especie profundamente afectada moralmente como consecuencia de la caída de Adán. Por supuesto, los seres humanos pueden realizar acciones que muestran que, aunque empañadas, llevan en sí la imagen y semejanza de Dios. Sin embargo, la tendencia al mal es innegable y hay que guardarse de ella cuidadosamente. Por ello, el poder político debe dividirse para evitar que se concentre en unas manos – lo que siempre derivará en corrupción y tiranía – y debe ser controlado. Esta visión pesimista – ¿o simplemente realista? – de la naturaleza humana ya había llevado en el siglo XVI a los puritanos a concebir una forma de gobierno eclesial que, a diferencia del episcopalismo católico o anglicano, dividía el poder eclesial en varias instancias que se frenaban y contrapesaban entre sí evitando la corrupción.
Como señaló el anglicano C. S. Lewis –conocido en España fundamentalmente por sus Crónicas de Narnia– el único terreno verdadero para creer en la democracia es que el hombre caído es tan inicuo que nadie, sea rey, noble o sacerdote, industrial de éxito o dirigente sindical, puede ser objeto de confianza con seguridad con un poder que no responda y que sea arbitrario sobre sus vecinos.
Elton Trueblood expresó lo mismo al señalar que la democracia es "necesitada por el hecho de que todos los hombres son pecadores; es hecha posible por el hecho de que lo sabemos". En España, Italia y Portugal e Hispanoamérica sucedería algo muy distinto, pero esa línea fue la seguida a finales del siglo XVIII para redactar la constitución americana.
De hecho, el primer texto independentista norteamericano no fue, como generalmente se piensa, la Declaración de independencia redactada por Thomas Jefferson sino el texto del que el futuro presidente norteamericano la copió. Éste no fue otro que la Declaración de Mecklenburg, un texto suscrito por presbiterianos de origen escocés e irlandés, en Carolina del norte el 20 de mayo de 1775. La Declaración de Mecklenburg contenía todos los puntos que un año después desarrollaría Jefferson desde la soberanía nacional a la lucha contra la tiranía pasando por el carácter electivo del poder político y la división de poderes. Por añadidura, fue aprobada por una asamblea de veintisiete diputados –todos ellos puritanos– de los que un tercio eran presbíteros de la iglesia presbiteriana incluyendo a su presidente y secretario. La deuda de Jefferson con la Declaración de Mecklenburg ya fue señalada por su biógrafo Tucker, pero además cuenta con una clara base textual y es que el texto inicial de Jefferson– que ha llegado hasta nosotros –presenta notables enmiendas y éstas se corresponden puntualmente con la declaración de los presbiterianos.
El carácter puritano de la Constitución –reconocida magníficamente, por ejemplo, por el español Emilio Castelar– iba a tener una trascendencia innegable. Mientras que el optimismo antropológico de Rousseau derivaba en el terror de 1792 y, al fin y a la postre, en la dictadura napoleónica o el no menos optimismo socialista propugnaba un paraíso cuya antesala era la dictadura del proletariado, los puritanos habían trasladado desde sus iglesias a la totalidad de la nación un sistema de gobierno que podía basarse en conceptos desagradables para la autoestima humana pero que, traducidos a la práctica, resultaron de una eficacia y solidez incomparables. Si a este aspecto sumamos además la práctica de algunas cualidades como el trabajo, el impulso empresarial, el énfasis en la educación o la fe en un destino futuro que se concibe como totalmente en manos de un Dios soberano, justo y bueno contaremos con muchas de las claves para explicar no sólo la evolución histórica de Estados Unidos sino también sus diferencias con los demás países del continente.
Ni que decir tiene que el caso español –e hispanoamericano– discurrió por otros derroteros menos dichosos ya que carecía de la herencia de la Reforma, pero a ese tema dedicaremos la próxima entrega.
POST-SCRIPTUM:
Dos hechos recientes me confirman en la tesis expuesta aquí. El primero es la aparición de un libro notable que analiza los orígenes del antiamericanismo español en el pensamiento conservador. Resulta especialmente notable toda la parte final de la obra donde se estudia cómo el antiamericanismo arranca de un pensamiento católico que aborrecía a los Estados Unidos democráticos, fundamentalmente, por ser una nación claramente protestante.
El caso de España es similar en Hispanoamérica. Es cierto –y a ello me referiré– que ese antiamericanismo luego fue alzado como bandera por las izquierdas, pero su primer impulso durante siglos fue meramente el de una iglesia católica que odiaba a muerte al protestantismo. Pero sobre el citado libro volveré.
El segundo ha sido la muerte y funerales de Hugo Chávez. Reflexiónese a donde ha llegado Hispanoamérica y se verá que su especial psicología nacida del catolicismo ha abierto las puertas a toda una pléyade de políticos nada recomendables y a poblaciones que aclaman como en ninguna parte del mundo –ni siquiera en Oriente Medio– a un antisemita peligroso y virulento como el dictador iraní Ahmadineyah.
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