En las entregas anteriores,
me he detenido en algunos de los aspectos históricos que convirtieron en indispensable la Reforma que, finalmente, acabó estallando a inicios del s. XVI en distintas partes de Europa.
La razón de esa exposición no ha sido tanto la ilustración histórica –aunque reconozcamos que ésta nunca viene mal– como el plantearnos que la Reforma es, a día de hoy, también imperiosa y necesaria. A ese tema, dedicaré, si Dios lo permite, las próximas entregas.
Como tuvimos ocasión de ver, cuando en el siglo XVI se produjo ese inmenso seísmo que de manera convencional denominamos Reforma, la Historia cambió radicalmente.
De la revolución científica a la aparición de la democracia moderna, de la economía de mercado al principio de libertad de conciencia, de los sistemas educativos avanzados a la reforma penitenciaria, aquel movimiento fue dando una serie de frutos de cuya bondad nos aprovechamos hoy en día a la vez que, generalmente, olvidamos o ignoramos su origen.
Sin embargo,
la Reforma revistió un especial interés no por su proyección económica, política o social sino, fundamentalmente, por su contenido espiritual. Nacida de un deseo extraordinario de devolver al cristianismo su pureza original –una pureza más que pisoteada a lo largo de siglos- se vio frustrada en buena medida por las instituciones que deseaba cambiar.
Sería el propio Juan de Valdés, ya abrazando una teología totalmente reformada que rechinaría a no pocos protestantes de hoy en día, el que en sus últimas cartas manifestaría un profundo pesar porque el papa estaba preparando un concilio – el de Trento – en el que no habría reforma alguna de la iglesia sino un, como diría Lampedusa, “cambiar todo para dejar todo igual”.
La Reforma llegaría así a una parte sólo de Europa y eso de manera diversa, fragmentada e independiente porque nunca fue un movimiento centralizado sino una serie de explosiones provocadas por la lectura de la Palabra de Dios.
Con todo, y a pesar de su diversidad,
esa Reforma se centraría en torno a una serie de “Solos” que, derivados de la Biblia, mostraban el camino para liberar al cristianismo de entonces de sus excrecencias y corruptelas para devolverlo a su estado original. Tengo la convicción personal de que la iglesia de hoy en día necesita una nueva reforma y que esa reforma sólo puede articularse en tono a esos mismos “solos”.
SOLA SCRIPTURA.
El primero de ellos es el principio de
Sola Scriptura, es decir, la convicción -y actuación en consecuencia– de que
la Biblia es la única regla de fe y conducta para un cristiano por encima de cualquier tradición, moda o confesión. A fin de cuentas, la Biblia es más que clara en el sentido de que “Tu, sin embargo, persiste en lo que has aprendido y de lo que te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido; y que desde la niñez has conocido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada divinamente y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instituir en justicia, para que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente instruído para toda buena obra (2 Timoteo 3: 14-17).
Las palabras de Pablo difícilmente podrían ser más claras. Las Escrituras son las que pueden proporcionar la sabiduría suficiente como para creer en Jesús y así obtener la salvación. Esa Escritura está inspirada por Dios y es la base de la enseñanza y de la preparación para toda buena obra. Como dice Pablo en Romanos 15: 4, esas Escrituras tienen como finalidad nuestra enseñanza.
A fin de cuentas, a diferencia de cualquier enseñanza o tradición humanas, “la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que una espada de dos filos y que alcanza hasta dividir el alma e incluso el espíritu, y las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay nada creado que no quede de manifiesto ante su presencia. Más bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de Aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4: 12-13).
Es esa Escritura la que debe guiar nuestra vida. Como señaló Pedro, “tenemos también la palabra profética más permanente, a la que hacéis bien en estar atentos como si fuera una antorcha que alumbra en lugar oscuro hasta que brille el día y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones. Entendiendo, primero, esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada porque la profecía no fue traída en los tiempos pasados por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1: 19-21).
Los términos difícilmente podrían ser más claros ni más excluyentes. A decir verdad, nadie debería, en términos de fe y conducta, ir “más allá de lo que está escrito”(I Corintios 4: 6) porque el resultado de ese comportamiento acaba siendo la hinchazón espiritual.
Al final, asentarse sobre las Escrituras deriva de un pragmatismo teológico obvio. La Biblia está inspirada por Dios y es la Palabra de Dios. Las revelaciones –reales o supuestas– las definiciones dogmáticas –más o menos felices– los credos –más o menos afortunados– no pasan de ser palabra de los hombres y pueden estar gravemente equivocados precisamente por su mismo origen. La Biblia nos proporciona una guía segura que procede directamente de Dios.Otro tipo de documentos teológicos –no digamos ya cuando entramos en el terreno más que difuso y resbaladizo de la tradición– tiene que ser examinado rigurosamente a la luz de la Palabra y sólo a partir de entonces verse aceptado o rechazado.
No me cabe la menor duda de que cuando me convertí a Cristo hace más de un cuarto de siglo las iglesias evangélicas, con todos sus muchos matices y defectos, abrazaban ese principio de manera mayoritaria. A la vez
no alimento la menor duda de que esa conducta ha dejado patéticamente de ser verdad en buena parte del mundo protestante en el curso de las últimas décadas. Me explico. Es cierto que cada vez se editan más biblias distintas (Desde luego es para preguntarse ¿cómo pudo sobrevivir el pueblo de Dios durante siglos sin esa profusión de versiones?). Es cierto también que se siguen utilizando en momentos diversos del culto. Sin embargo, a la vez, me resulta difícil no percibir que la Biblia ha ido perdiendo peso en muchas congregaciones de una manera que intentaré analizar en las próximas semanas. La primera forma en que lo ha hecho ha sido en su papel de única revelación.
Me consta que en la práctica muy pocos se atreverían a negar que la Biblia es la única fuente de revelación, pero esa confesión de fe, plenamente cierta, es desmentida vez tras vez desde no pocos púlpitos y no pocas congregaciones.Históricamente, la existencia de una tradición ha asfixiado no pocas veces el sonido limpio de la Palabra de Dios y la diferencia entre la tradición de siglos o las costumbres emanadas del último pastor (o del consejo eclesial que controlaba al último pastor) no es tan considerable como podría parecer a primera vista. Sin embargo, lo que necesitamos no es tanto seguir transitando los trillados caminos tradicionales como, humildemente, volver nuestros oídos a la predicación de la Palabra y plegarnos a ella.
¿Predicación de la Palabra dije? Es ese un tema que abordaré un día de éstos, pero del que ahora tengo que hacer mención porque,
al lado de la tradición, la Biblia se encuentra oprimida en la actualidad, de manera creciente, injustificada y desconsiderada, por el subjetivismo extrabíblico.
Hace un tiempo asistí a una iglesia un domingo por la mañana. Tras la ración más o menos habitual de himnos y cánticos, subió al púlpito un hombre que estuvo obsequiándonos a lo largo de una hora con su vida de las últimas semanas. Es verdad que leyó un versículo antes de empezar su predicación, pero luego no sé cómo se las arregló para no mencionar ni una sola vez a Jesús y sí, mostrarnos sus extraordinarias aventuras a este lado del Atlántico (no quiero pensar cómo serían allende los mares). No voy a cuestionar que el predicador estaba guiado por la mejor intención, pero, en lugar de canalizar hacia la congregación el saber de la Palabra de Dios, se había convertido en el centro del culto cuando ese centro sólo puede ocuparlo Cristo. Y a fin de cuentas, este hombre pretendía contar algo de Dios... Otra de las memorables predicaciones a las que he asistido en la pasada temporada –y me consta que en ningún caso son excepciones- consistió, también tras un versículo inicial, en el comentario pesado y espeso de un documento abstruso sobre el subdesarrollo y la justicia en el mundo. A pesar de que el protagonista del evento ha dado señas en más de una ocasión de poder tragarse determinadas teorías –ya rancias y ni siquiera de moda– con auténtico apetito, hubiera sido de agradecer que escogiera otro foro para difundirlas distinto del púlpito de una iglesia y a una hora diferente de la predicación dominical.
Lamentablemente, tanto un episodio como otro son muy comunes y, al menos yo,
no puedo dejar de sentir escalofríos cuando en lugar de escuchar una predicación sustentada en la Biblia me veo forzado a oír otra derivada de una supuesta revelación espiritual o de una presunta revelación humana.
“Sola Scriptura”. Ésa es la carta de Dios para nosotros y cuando nos desviamos de ella desbarramos lamentablemente y entramos en el terreno en que la Reforma resulta indispensable.
Continuará: Solo Christo
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