Posiblemente una de las pruebas más claras de la victoria de Lutero en Leipzig fuera la manera en que las universidades encargadas de pronunciar un veredicto sobre la disputa decidieron inhibirse. En teoría, tendrían que haber proclamado el triunfo de Eck sin fisuras y más cuando había logrado que Lutero reconociera que los concilios podían errar. Sin embargo, distaron mucho de adoptar esa conducta.
En la universidad de París, optaron por asumir tácticas dilatorias hasta que el duque Jorge, poco esperanzado por el resultado final, aceptó dejar que se inhibiera. Por su parte, la universidad de Erfurt, tras varios meses de titubeos, renunció a emitir un veredicto el 9 de diciembre. La actitud no podía ser más clara. Estando en sus manos el condenar a Lutero, no lo habían hecho y habiendo podido dar por vencedor a Eck, tampoco lo habían hecho. A la vez, habían evitado reconocer el triunfo de Lutero porque eso hubiera significado oponerse de manera frontal a la Santa Sede.
Por su parte, Lutero se iba a entregar durante los dos años siguientes a una labor incansable. El suyo no fue un trabajo sistemático sino que, en buena parte de las ocasiones,
pretendía responder a los enemigos –Prierias, Alveldus, Eck, Catherinus, Cochlaeus- que se iban acumulando en contra suya. El lenguaje de esos textos puede resultar áspero para el gusto actual, pero no lo era más que el utilizado por Erasmo o por sus mismos oponentes. Además, en estos escritos, Lutero siguió demostrando su profundidad bíblica y teológica, haciendo además gala de un talento polémico que ha sido pocas veces sobrepasado.
La ironía, el uso del humor, el dominio del lenguaje y,
sobre todo, un conocimiento extraordinario de la Biblia fueron las características de no pocos de sus escritos que provocaron las carcajadas divertidas hasta de adversarios suyos como Miltitz o el duque Jorge.. El agustino buscaba, según propia confesión, alcanzar a “los laicos sin instrucción” porque estaba dispuesto a “dar todo lo que tuviera en esta vida con tal de ayudar a un laico a ser mejor”
Tanto la
Catorcenade la consolación, escrita a finales de 1519, como su tratado
De las buenas obras, publicado en 1520, van en esa dirección. En especial, éste, redactado a petición de Spalatino, constituye un argumento más que sobrado y suficiente para refutar las afirmaciones de que Lutero no tenía ningún interés en las buenas obras o de que la doctrina de la justificación por la fe empuja a la dejadez moral.
En la primera parte, Lutero desechaba la idea de que debemos realizar obras para salvarnos y, por el contrario, las colocaba en la misma dimensión que encontramos en el Nuevo Testamento. El cristiano hace buenas obras “porque es un placer complacer a Dios, y sirve a Dios de manera pura y por nada, contento de que su servicio complazca a Dios”
[i]. Semejante conducta arranca de la fe ya que “la fe debe estar en todas las obras, debe ser su dueño, su capitán, o no son nada en absoluto”
[ii]. Esa fe “nace y fluye de la sangre, de las heridas y de la muerte de Cristo”
[iii].
Se puede pensar lo que se desee de las tesis de Lutero, pero cuesta creer que no resulta muy superior teológicamente el colocar el origen de las buenas obras en la gratitud que provoca el amor de Cristo, en lugar de en el deseo de garantizarse la salvación por los propios medios o en el temor.
En la segunda parte de este escrito, Lutero realizaba una exposición sobre los diez mandamientos que relacionaba también con el amor. Los tres primeros son obviamente preceptos vinculados con ese amor dirigido a Dios. En relación con el cuarto, Lutero lo extiende a la obediencia que debe darse también a la “santa madre iglesia, la madre espiritual” y a los poderes políticos.
Precisamente en ese punto, Lutero realizaba una afirmación bien significativa: “No existe un peligro mayor en el poder temporal que en el espiritual cuando éste se comporta erróneamente… porque el poder temporal no tiene nada que ver con la predicación y con la fe y con los tres primeros mandamientos. Pero el espiritual causa daño no sólo cuando actual mal, sino también cuando descuida su propio deber y se entrega a otras cosas, incluso si son mejores que las mejores obras del poder temporal. Por tanto debemos resistirlo cuando no haga el bien…”
[iv].
Este examen de los poderes espirituales continúa siendo de clara actualidad. La finalidad de las instancias eclesiásticas es dedicarse al ámbito de lo espiritual, esencialmente a la predicación del Evangelio. Si no atienden a ese deber y, por el contrario, se dedican a otras funciones como la política, actúan mal incluso aunque los resultados sean buenos, ya que han abandonado su misión fundamental que es la de acercar el mensaje de salvación al género humano. En esos casos, el derecho de resistencia resulta totalmente legítimo.
A continuación, Lutero desarrollaba el contenido de los diez mandamientos fustigando pecados como la lujuria, la gula, la pendencia y un dilatado etcétera. Se trataba de una lectura en la que el Decálogo – en contra de lo que se ha afirmado en no pocas ocasiones – era leído desde la perspectiva del amor que nace de la fe en Cristo ya que “la fe debe ser el maestro… de manera que todas las obras queden enteramente comprendidas en la fe”
[v]
El modelo de reforma que planteaban los escritos de Lutero ya en esa época implicaba, en contra de lo que se ha dicho tantas veces, una senda teológica encaminada, sobre todo, a que el Evangelio de salvación por gracia llegara a los simples fieles, pero también una moral cuyo destino era, según sus propias palabras, que fueran “mejores”[vi].
A decir verdad, ambos aspectos estaban profunda e indisolublemente vinculados. Comprender que la salvación es un don amoroso e inmerecido que Dios entrega al ser humano al enorme costo de la muerte de Cristo en la cruz debe provocar una respuesta de fe traducida en amor.
Si se restauraba la pureza de una predicación enfocada en anunciar el amor de Dios manifestado en el Calvario, cabía esperar que también tendría lugar un cambio profundamente ético que no sólo afectaría – como en intentos reformadores previos – a algunos miembros de las órdenes religiosas sino, más bien, a la mayoría de los fieles, a los laicos, al pueblo llano.
Esa visión, a la vez sencilla y omnicomprensiva, explica la actitud de los humanistas hacia Lutero en aquellos años. Por un lado, los eruditos eran más que conscientes de hasta qué grado las críticas de Lutero se sustentaban en las Escrituras y en la preocupación pastoral y también de hasta qué punto sus dudas sobre determinadas afirmaciones curialistas contaban con un sólido respaldo en la Historia de la iglesia.
Pero, por otro, no pocos de ellos pertenecían a una generación anterior que se había conformado con poner en solfa los abusos eclesiásticos –especialmente los relacionados con la Santa Sede y con las órdenes religiosas– y que había preferido inhibirse a la hora de referirse a determinadas doctrinas porque, a pesar de que no encontraba base para ellas en la Biblia, consideraba que carecía de sentido enzarzarse en discusiones al respecto.
Lutero mantenía correspondencia con casi todos los miembros principales de los círculos humanistas en las grandes universidades y ciudades de Alemania como era el caso de Heidelberg, Nuremberg, Estrasburgo o Basilea –y en marzo de 1519, escribió al famoso humanista que era amigo de Melanchthon y se carteaba con él– en términos elogiosos. Erasmo le respondió de manera cortés aunque no demasiado cordial, quizá porque temía que lo que era una carta personal pudiera ser publicada causándole complicaciones.
De manera semejante, cuando un grupo de humanistas redactó en 1519 su
Eccius Dedolatus en el que despedazaba a Juan Eck, Erasmo se mantuvo al margen. Al margen, sí, pero no neutral. El humanista temía que Lutero fuera víctima de la intolerancia de gentes como los dominicos y así lo expresó en su correspondencia: “Los jefes del monasterio dominico han actuado… de una forma bien desgraciada. Uno de ellos dijo al escuchar a unos laicos: “Me encantaría clavarle los dientes al cuello de Lutero. No temería acudir a la cena del Señor llevando su sangre en la boca”.
Así, en noviembre de 1520, Erasmo se entrevistó en Colonia con el elector Federico. En el curso del encuentro podría haber intentado influir al elector en contra de Lutero, pero hizo exactamente lo contrario. De hecho, lo convenció para que insistiera en conseguir la promesa del emperador de que Lutero no sería condenado sin que se le escuchara antes (
nisi auditus). El esfuerzo de Erasmo tenía un mérito extraordinario –y dice mucho sobre sus puntos de vista– porque se había producido después de que se publicaran algunos de los textos más controvertidos de Lutero, precisamente los que vieron la luz en el año 1520.
Continuará: La Reforma indispensable (32): la excomunión de Lutero
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