Si tenemos en cuenta los datos proporcionados en las entregas anteriores no resulta difícil comprender que en una situación en la que el papado y la curia no sólo eran corruptos sino que tenían intereses a los que atendían con preferencia a los espirituales, en la que los obispos no solían estar a la altura de sus funciones pastorales, en la que los sacerdotes no pocas veces absentistas apenas se encontraban situados a un nivel más elevado que el de sus feligreses y en la que los esfuerzos de reforma no sobrepasaron el ámbito limitado de los círculos humanistas y de las órdenes religiosas, el pueblo también padeciera una profunda crisis espiritual.
Desde el s. XV, el pueblo pasó por un verdadero estallido de la religiosidad popular, una circunstancia que ha sido aducida por algunos autores católicos para subrayar que la situación eclesial no era tan mala. La realidad es que resulta más que dudoso que el fenómeno pueda considerarse positivo en sus líneas maestras.
Por desgracia, el término “religiosidad popular” cubre en multitud de ocasiones lo que no pasa de ser la más burda superstición e incluso auténticas reminiscencias del paganismo apenas barnizadas de algo lejanamente parecido al cristianismo. Ciertamente, a la orden del día se hallaban manifestaciones como la proliferación de reliquias falsas veneradas con superstición, el envenenamiento financiero de las indulgencias – contra lo que nada pudieron o quisieron obispos, capítulos y dietas imperiales – o la corrupción de las peregrinaciones. Como ha señalado el historiador católico Lortz, “fe y superstición habían crecido a menudo tan estrechamente juntas que más se debilitaba la fe que se ennoblecía la superstición” (1).
En no escasa medida, la denominada piedad popular no era sino la transmisión de usos de generación en generación, con mayor o menor seguimiento colectivo, pero con escasa hondura espiritual y menor carácter cristiano. Lo más grave es que, en paralelo, y de nuevo el juicio es de Lortz, “la verdadera riqueza espiritual del Evangelio y de la persona del Señor pasó en medida muy pequeña a posesión del pueblo” (2).
Frente a este panorama, el papel de la Curia y del clero resultó deplorable. Personaje tan poco sospechoso como Juan Eck, que destacaría por su encarnizada oposición a Lutero, afirmó en 1523 de manera tajante: “La herejía luterana nació por los abusos de la curia romana y prosperó a causa de la corrompida vida del clero”. Más de cuatro siglos después, el juicio de autores católicos como Lortz, al que nos hemos referido ya con anterioridad, es aún más riguroso. A su juicio, nos encontraríamos ante un proceso de descomposición en el que las “fuerzas puras” habían sido borradas (3). Se trata de una afirmación con una solidísima base histórica.
Digan lo que quieran los apologistas católicos, la iglesia occidental de los s. XIV y XV y de los inicios del s. XVI no conocía ya la unidad intacta desde hacía mucho tiempo y atravesaba por una profunda crisis espiritual cuyos inicios algunos sitúan incluso en el reinado del papa Gregorio VII. Insistamos, por otra parte, en el adjetivo espiritual.
No se trata meramente, como han pretendido algunos autores, de que la moral se hubiera desplomado, sino de que la confusión teológica es abrumadora. El mal – o, más bien, la suma de males – resultaba evidente; los intentos por corregirlos no habían faltado, pero sin éxito y limitados además al seno de algunas órdenes religiosas y a los círculos selectos de los humanistas cristianos; y en la aplastante mayoría de la población de Occidente, el cristianismo aparecía vinculado de manera abrumadora más con la religiosidad popular y con prácticas tradicionales – no pocas veces viciadas – que se transmitían de padres a hijos que con la referencia a Cristo y al Evangelio.
Partiendo de esas circunstancias, ¿puede sorprender el hecho de que “frente a la Iglesia papal de derecho divino, existente y dominante, absolutamente creída, nació la escéptica cuestión de si era realmente la verdadera representación del Cristianismo”(4)?
Si se desea ser honrado en el análisis histórico, no sorprende que una de las respuestas frente a esa situación procediera de alguien como Martín Lutero preocupado por los efectos pastorales de los abusos eclesiásticos, de alguien perteneciente a una orden religiosa que había pasado por su propia reforma y de alguien que se dedicaba a la enseñanzas de las Escrituras.
Esos tres ámbitos – la pastoral, las órdenes religiosas y el estudio de la Biblia – eran, precisamente, los lugares de origen de donde habían procedido las voces de alarma que habían clamado, bastante infructuosamente, contra una situación que no sólo no había mejorado en los últimos siglos sino que no había dejado de empeorar. Ahora la respuesta a ese esfuerzo reformador iba a ser incomparablemente mayor y su repercusión resultaría universal.
Continuará. Próximo artículo: La necesidad de la Reforma: la Reforma indispensable (VI): Un monje llamado Lutero (I): los primeros años
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(1) J. Lortz, Reforma…, p. 125.
(2) J. Lortz, Reforma…, p. 127.
(3) J. Lortz, Reforma…, p. 143.
(4) J. Lortz, Reforma…, p. 25.
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