Incluso cuando el catolicismo fue articulando respuestas de un signo no sólo represivo, éste elemento siguió pesando enormemente.
El concilio de Trento pudo definir las posiciones oficiales de la iglesia católica, pero esperaba mantenerlas no mediante la persuasión o el poder de convicción sino gracias al brazo secular que apoyaría a la Inquisición allí donde existiera o que incorporaría en su legislación el castigo de posiciones teológicas no-católicas. De manera semejante, la Compañía de Jesús – sin duda, la creación más formidable de la Contrarreforma – tuvo muy presente el papel que tenían que representar los poderes públicos en la lucha contra la Reforma. Los datos al respecto son demoledores.
En los países donde la represión católica fue terrible desde el principio – España, Italia, etc - no hubo posibilidad de que la Reforma prosperase. Sin embargo – y éste es un dato que debería llevarnos a reflexionar – a pesar de la tea y de la prohibición, del exilio y de la Inquisición, desarraigar todos los brotes protestantes llevó varias generaciones. Cabe preguntarse qué hubiera sucedido si el principio de libertad religiosa o la libre confrontación de ideas hubiera estado establecido, pero todo hace pensar que el retroceso de la iglesia católica habría sido no menos espectacular que en otras zonas de Europa.
Sin embargo, no se trató sólo de España o de Italia. En otros lugares también la regla general de la iglesia católica fue recurrir a la violencia para frenar el avance del protestantismo o para intentar recuperar terreno. Esa circunstancia se aplica a naciones que se consideran tradicionalmente católicas como Austria. Hacia 1580, el noventa por ciento de los nobles de la Baja Austria eran protestantes – en su mayoría identificados con el luteranismo – y lo mismo podía decirse de la Alta Austria, donde además algunos de los nobles se identificaban más con la teología calvinista.
La iglesia católica en estos ducados era un cadáver y no podía extrañar semejante circunstancia dado su estado moral. Por citar un ejemplo, se puede señalar que en la Baja Austria en 1563 había 463 monjes y 160 monjas que tenían 199 concubinas, 55 esposas y 443 hijos.
Pero no sólo era el comportamiento del clero el que había permitido el crecimiento espectacular del protestantismo. La razón fundamental de su expansión estaba en la libertad aunque fuera limitada. En 1568 y 1571, forzado por la necesidad de elevar impuestos, el emperador Maximiliano II había concedido libertad de conciencia en la Baja Austria. El resultado había sido obvio – un crecimiento espectacular del protestantismo - y, por supuesto, las autoridades católicas no estaban dispuestas a tolerarlo. En 1578, Rodolfo II, a la sazón viviendo en Viena, ordenó la clausura de todas las instituciones protestantes de la capital incluida una notable escuela de gramática que mantenían los estados. En 1597, los archiduques de Tirol y Stiria y el duque de Baviera –un estado donde el protestantismo avanzaba extraordinariamente– se reunieron en Munich para juramentarse en la contención del protestantismo. En 1599, una Comisión de Reforma de Baviera, extraordinariamente influida por los jesuitas, decidió cerrar todos los enclaves protestantes en el ducado y comenzar la quema de libros. Sólo en Graz fueron arrojados a las llamas más de diez mil. En 1600, se forzó al exilio a los protestantes sin excluir a aquellos que podían prestar grandes servicios como fue el caso del matemático y profesor Johannes Kepler. Tras semejante éxito, se procedió a la persecución de los protestantes en Carintia y Carniola.
En algunos lugares del imperio, las medidas anti-protestantes no sólo eran una manifestación de fanática intolerancia sino una “pura locura” como las definió el historiador Geoffrey Parker (The Thirty Years War, Nueva York, 1987, p. 9) ya que se dictaron para poblaciones como las de Hungría y Transilvania en las que apenas quedaban católicos. Daba igual. De lo que se trataba era de impedir cualquier alternativa espiritual a la iglesia católica por absurdos y violentos que pudieran resultar los medios para conseguirlo.
Sabido es que como,
al fin y a la postre, el intento de extirpar del imperio el protestantismo mediante el recurso a la violencia acabó provocando una serie de conflictos armados que se conocen convencionalmente como Guerra de los Treinta años (1618-48). Como en Holanda o Francia antes, los protestantes tuvieron que defender su libertad, su vida y sus haciendas de los ataques de un poder despótico que pretendía exterminarlos.
El resultado fue desigual. Ciertamente, en Alemania acabó reconociéndose la libertad religiosa tan aborrecida por la iglesia católica, pero no es menos cierto que la nueva potencia hegemónica en el continente era Francia que se erguía sobre una España destrozada tras asumir el papel de espada de la Contrarreforma y que ciertas zonas del imperio fueron recatolizadas a sangre y fuego para las próximas generaciones. Seguramente, sería digno de interés reflexionar por qué en esas zonas –y no en otras- nacieron y triunfaron precisamente Hitler y su movimiento nacional-socialista a inicios del s. XX. Ciertamente, existían diferencias notables entre el neo-paganismo socialista de Hitler y el catolicismo, pero para muchos austriacos y bávaros la idea de quemar libros, perseguir disidentes y proscribir a los judíos había resultado natural desde hacía siglos y, difícilmente, podían presentar muchas resistencias psicológicas a ellos. Seguramente, tampoco fue casual que Heinrich Himmler, según confesión propia, articulara las SS siguiendo el esquema de la Compañía de Jesús.
La realidad de lo que acabamos de exponer resulta tan obvia –el protestantismo siempre triunfó cuando había libertad de expresión y se vio contenido cuando la respuesta era la hoguera y el potro de tormento- que, periódicamente, se editan libros católicos para justificar la Inquisición. Los argumentos – debo decirlo claramente – causan verdadero sonrojo y van desde afirmar que hubo otras inquisiciones en otros lugares, que su acción fue suave por comparación, que se ha exagerado mucho en las cifras de la represión y que incluso era popular. Ni una sola de esas afirmaciones es cierta ni resiste el menor análisis crítico, pero, por añadidura, todas pasan por alto lo terrible del sistema inquisitorial con una ligereza que horripila.
Ha sido el mejor historiador español de los últimos tiempos dedicado a la Edad Moderna,
Manuel Fernández Álvarez, uno de los últimos autores que ha afirmado: “lo que marcó más sombríamente aquella sociedad fue la existencia de la Inquisición, con su impacto directo: el terror generalizado” (Sombras y luces en la España imperial, Madrid, 2004, p. 21). Quizá esa circunstancia no resulte tan grave para personas que añoren una sociedad sometida al terror en pro de la ortodoxia católica, pero para los que amamos la libertad semejante perspectiva resulta ciertamente pavorosa. No sólo eso. Cuando Carlos III –expulsor de los jesuitas de España y su imperio– indicó que no pensaba disolver la Inquisición porque a él no le molestaba ni tampoco a su pueblo, no indicaba –como creen algunos apologistas de la Inquisición– la benevolencia de la institución sino el grado de encanallamiento a que había descendido la sociedad española.
Tras años de hogueras y mazmorras, la mentalidad inquisitorial había quedado incorporada a nuestra psicología de tal manera que nadie lo encontraba extraño. Perseguir al prójimo por pensar de otra manera, legitimar el exterminio del adversario ideológico, arrojar a la hoguera al disidente, quemar los libros que se oponían al propio pensamiento… todo ello era considerado normal y aceptable. ¿Puede sorprendernos el sectarismo propio de hispanos e hispano-americanos a lo largo de los siglos? No debería. Costó siglos de represión el crearlo y que, al fin y a la postre, se haya vuelto también en contra de la iglesia católica no deja de ser una ironía de ésas en que tan pródiga es la Historia.
No se trata, sin embargo, únicamente de que la Reforma triunfara en unos lugares o de que la Contrarreforma lograra mediante la violencia y el terror recuperar algunos espacios. Tampoco se trata sólo de cómo cuando ha fracasado ese esquema represivo el protestantismo se ha extendido con rapidez. Se trata fundamentalmente de las consecuencias de que triunfara una visión u otra.
J. H. Elliott es otro de los grandes historiadores que han señalado la diferencia entre el triunfo del catolicismo y del protestantismo: “En una sociedad educada había menos lugar para la superstición y el fanatismo, y la tenaz insistencia del protestantismo en el estudio de las Escrituras alentó la promoción de la educación y la extensión de la alfabetización. No es extraño que Catalina de Médicis, enfrentada a una pléyade de talentos hugonotes, admitiese que las tres cuartas de sus súbditos mejor educados eran hugonotes. Pero parece que había implicado algo más que los logros educacionales. El protestantismo de finales del siglo XVI parece que creó en toda Europa una nueva y distinguible generación de dirigentes de la sociedad – Coligny, Waslsingham, Oldenbarneveldt, Du Plessis-Mornay, La Noue – destacada por la gran seriedad de sus propósitos y por su integridad. Eran hombres dispuestos a dedicar sus vidas a una causa, pero que lo hacían sobre la base de un elevado criterio del valor moral y de la opinión individual de sus asociados” (La Europa dividida, Madrid, 3 edición, 1979, pp. 404-5).
No sucedía lo mismo en España y sus colonias. Ésa es la gran tragedia de España –y de las naciones que nacieron de ella– que extiende su sombra hasta el día de hoy, pero también ése es otro tema. De momento, en la próxima entrega, intentaré concluir, Dios mediante, esta serie.
Continuará: conclusión de “El avance del protestantismo” (3)
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