Que así resultara tiene una lógica aplastante siquiera porque,
como ya vimos en la entrega anterior, las referencias en el Nuevo Testamento son muy abundantes y afirmativas. En otras palabras, el Nuevo Testamento contiene la doctrina de la predestinación para salvación y la repite en abundancia.
Con seguridad, el teólogo antiguo que más se dedicó al tema fue Agustín de Hipona. En su disputa con Pelagio, Agustín no sólo subrayó que la salvación era por gracia y a través de la fe, no sólo enseñó la justificación por la fe sin las obras sino que además conectó esas afirmaciones con la doctrina de la predestinación.
Para Agustín, Dios no sólo sabe quiénes han de ser salvos sino que además los elige para que lo sean y éstos perseveran no por sus propios esfuerzos sino por la acción de la gracia de Dios.
Se oponía así a Pelagio que insistía en que el inicio de la fe y la perseverancia final derivaban del esfuerzo humano y no de la gracia. En
De bono perseverantiae XXXV, Agustín define la predestinación como una suma de la presciencia de Dios y a la vez de la preparación de una serie de beneficios que llevan a la persona a salvarse (Praedestinatio nihil est aliud Quam praescientia et praeparatio beneficiorum, quipus certissime liberantur, quicunque liberantur).
No sólo eso. Agustín insistió en que la predestinación no derivaba de que Dios supiera quién se iba a salvar y a ésos predestinaba, si no, por el contrario, que aquellos a los que en Su soberanía había decidido salvar, a ésos predestinaba y para ello se basaba, por ejemplo, en pasajes como Romanos 9: 18 donde Pablo había afirmado que “De manera que de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece”. Como Pablo, Agustín estaba convencido de que no se podía especular sobre las razones últimas de semejante misterio, pero, por supuesto, no lo negaba. Como ha indicado Brown, posiblemente el mayor experto contemporáneo en Agustín de Hipona, sus puntos de vista eran coincidentes con los de un calvinista extremo.
En un sentido bastante semejante –lo que no deja de resultar chocante vista la distancia entre los dos teólogos en otros temas– Tomás de Aquino también sostuvo que Dios predestinaba a los salvos y que la predestinación era la preordenación de la gracia en el presente y de la gloria en el futuro (
Praeparatio gratiae in praesenti et gloriae in futuro) (I, Q, XXIII, a. 2).
De manera bien significativa, todos los reformadores –mucho antes de Calvino– afirmaron la predestinación, sin excluir a aquellos situados en la periferia de Europa como es el caso de nuestro Juan de Valdés en sus escritos de la época italiana. A decir verdad, para todos ellos, la creencia en la predestinación aparecía vinculada a la idea de la salvación por gracia y a la perseverancia final de los santos.
Curiosamente, esa creencia no fue tachada de herética inicialmente por los teólogos católicos siquiera por el precedente claro de Agustín y, sobre todo, de la Summa Theologica de santo Tomás de Aquino. De manera bien reveladora, en su De libero arbitrio, Erasmo de Rotterdam no se atrevió a enfrentarse con Lutero frontalmente en el tema de la voluntad caída sino que se limitó a señalar que era un tema que no debía tratarse ya que existían textos en la Biblia que podían interpretarse de maneras diferentes. La contemporización de Erasmo encontró una formidable respuesta en el De servo arbitrio de Lutero que subrayó la vinculación que la creencia en la salvación por gracia tenía con la voluntad caída y con la predestinación. Lutero se manifestó en esta obra “calvinista” como pocos, pero, a decir, verdad se limitaba a ser paulino y a recoger lo que habían escrito otros autores como Agustín.
Ni que decir tiene que el concilio de Trento evitó entrar a fondo en el tema de la predestinación. Procuró evitar algunos aspectos e insistió en que nadie podía estar seguro de su predestinación salvo revelación especial, pero, a la vez, afirmó la doctrina sin percatarse de hasta qué punto incurría en una elaboración de las doctrinas de la gracia que resultaba contradictoria y que sería un semillero de conflictos teológicos no ya frente a la Reforma protestante sino en el seno mismo del catolicismo.
En realidad, la vinculación entre la doctrina de la predestinación y la creencia en la salvación por gracia fue pasada por alto por los teólogos católicos hasta Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas.
Semejante actitud tenía cierta lógica porque, especialmente los dominicos, sabían que la creencia en la predestinación formaba parte del acervo doctrinal del catolicismo siempre que se insistiera en que el predestinado salvo por una gracia especial no lo es, en otras palabras, que, a diferencia de lo afirmado por los reformadores, nadie podía estar seguro de su salvación. La Compañía de Jesús captó lo expuesto de esa posición -¿cómo se podía mantener la idea de una salvación que no fuera sólo por gracia y a la vez admitir una predestinación derivada de la sola gracia de Dios?– y ya Ignacio de Loyola en sus
Reglas para pensar con la iglesia, que incorporó a sus
Ejercicios espirituales, insistió en que no debía hablarse mucho de la predestinación.
Fue un primer paso. El definitivo lo dio un jesuita español llamado Luis de Molina (1535-1600). Jesuita desde los dieciocho años, enseñó en las universidades de Coimbra y Evora hasta 1583 y, finalmente, en 1588 publicó su
Concordia Liberi Arbitrii cum Gratiae Donis. Molina no podía negar la existencia de la predestinación, pero subrayaba que se debía al hecho de que Dios había contemplado en su presciencia quiénes iban a responder a su llamamiento y, por tanto, ponía a su alcance los bienes a su alcance para salvarse.
La obra de Molina era un producto directo de haber comprendido hasta qué punto la creencia en la predestinación resultaba incompatible con el sistema salvífico del catolicismo y, por el contrario, abonaba las tesis de los reformadores de la salvación por pura gracia. En ese sentido, es comprensible que un enemigo declarado de los protestantes como San Francisco de Sales abrazara inmediatamente las tesis de Molina y también que los dominicos – hijos de un Santo Tomás que había escrito sobre la predestinación - se opusieran encarnizadamente a él.
Cuando la Concordia todavía era un simple manuscrito la facultad de Salamanca –y especialmente Domingo Báñez, teólogo dominico y director espiritual de Teresa de Jesús– intentó impedir la publicación. Durante los años 1590-94, mientras la Inquisición preparaba el Índice de libros prohibidos, Bañez hizo todo lo posible para que la
Concordia fuera incluida. Sin embargo, los jesuitas no estaban dispuestos a renunciar a un instrumento tan formidable de lucha contra la Reforma y contraatacaron diciendo que, a fin de cuentas, por insistir en posiciones como las que ahora defendían los dominicos había terminado Lutero por incurrir en la herejía.
La situación provocó un curioso dilema para el papa. Si apoyaba la interpretación novedosa de Luis de Molina y los jesuitas sobre la predestinación hacía tabla rasa con la teología enseñada por los dominicos sobre la base de la Summa Theologica, pero, si, por otro lado, la rechazaba colocaba a los jesuitas en una pésima situación y, sobre todo, proporcionaba un arma formidable a los protestantes. Como en otras ocasiones anteriores y posteriores, la Santa Sede optó por la mera prohibición como manera de solucionar controversias. El 15 de agosto de 1594, el papa ordenó a ambas órdenes religiosas no discutir sobre la gracia eficaz ya fuera en público o en privado, bajo pena de excomunión. La situación era tan espinosa en el interior de la iglesia católica que el mismo rey Felipe II de España intervino para lograr que la decisión papal se ejecutara.
Naturalmente, una cosa era que el papa quisiera imponer silencio y otra que lo consiguiera sin controversia. El 28 de octubre de 1597, Bañez dirigió un memorial a Clemente VIII, en nombre de los dominicos, en el que suplicaba que la prohibición fuera levantada en lo que a ellos se refería ya que, a fin de cuentas, se limitaban a enseñar lo mismo que Agustín y Tomás de Aquino, a diferencia de los jesuitas que andaban transitando por el peligroso terreno de las innovaciones. El papa puso la cuestión en manos de Roberto Belarmino que, efectivamente, sabía que los jesuitas chocaban en su posición con lo sostenido sobre la predestinación durante siglos, pero que, a la vez, indicó que no era cuestión de colocar a la Compañía de Jesús en una situación comprometida.
No mucho más se avanzó con el tema cuando la Inquisición española tuvo que emitir un informe de cinco obispos y cuatro eruditos –ninguno dominico o jesuita– sobre el tema. Había opiniones para todos los gustos, pero no unanimidad, algo notable si se tiene en cuenta la condena que el concilio de Trento había formulado contra las doctrinas de la gracia predicadas por la Reforma. La verdad es que más allá de lanzar el anatema sobre los protestantes, los teólogos católicos, a la hora de hablar de la gracia, tenían serios problemas para ponerse de acuerdo.
Como forma de salir del embrollo, representantes de las dos órdenes se reunieron ante la comisión papal en la
Congregación De Auxiliis. Se celebraron tres sesiones entre 1597 y 1607, año en que el papa Paulo V disolvió la congregación que decidió, lavándose las manos, que lo mejor era que la Santa Sede decidiera. La decisión de Paulo V no fue más comprometida. De hecho, ordenó que ninguna de las partes condenara a la otra ni tampoco utilizara “epítetos ásperos”. No sorprende que con esas acciones, el tema de la predestinación distara de estar resuelto en el seno de la iglesia católica –negarlo, por supuesto, no se podía– y durante el s. XVII los jansenistas intentaron que el papa de una vez condenara a los jesuitas por sostener unas posiciones que chocaban con la enseñanza de siglos, que era novedosas y que olían poderosamente a semi-pelagianismo. Bajo ningún concepto estaba la Santa Sede dispuesta a renunciar a la ayuda impagable de la Compañía de Jesús y menos para sostener, siquiera indirectamente, una visión de la predestinación que se había extendido por toda Europa gracias a los textos sistematizados – ahora sí – de Calvino y de sus seguidores.
En 1654, Inocencio X condenó a los jansenistas - ¡que eran católicos aferrados a los escritos de Agustín de Hipona! - y, para colmo, atacó varios documentos de su sucesor en el trono papal. Así, Inocencio X declaró que una Constitución de Paulo V levemente contraria a Molina no merecía ninguna confianza (DS 2008). El texto papal resulta interesante porque o indica que creía que lo que hubiera dicho un pontífice anterior no lo vinculaba o simplemente que pensaba que podía ser una falsificación. Esto último, por cierto, había sucedido con abundancia durante la Edad Media cuando se recurrió a los denominados “fraudes píos” como la Donatio Constantini para sostener que el papa tenía derecho a unos Estados pontificios. En cualquiera de los dos casos, no parece que el papa Inocencio X estuviera situado muy cerca de lo que millones de católicos piensan del papado.
En 1727, Benedicto XIII consideró oportuno defender a los dominicos en lo que a su creencia en la predestinación se refería ya que los jesuitas estaban valiéndose de la condena del jansenismo para arremeter contra ellos. Asalto ganado por los dominicos que provocó que, a su vez, en 1748, Benedicto XIV defendiera a los molinistas en una declaración detallada que dirigió al Gran Inquisidor de España. Los jesuitas ya eran atacados a la sazón por los monarcas católicos y, a esas alturas, los dominicos pensaban que se podían cobrar una victoria definitiva. Cuesta creer que sintieran mucho el que en las décadas siguientes los miembros de la Compañía de Jesús fueran expulsados de diferentes naciones como España.
Al fin y a la postre, los dominicos iban a seguir siendo libres de mantener unas posiciones sobre la predestinación muy cercanas a la Reforma – aunque insistiendo en que nadie puede saber si está predestinado salvo revelación especial – y los jesuitas mantendrían una línea sospechosamente semejante al arminianismo protestante. Por lo que se refiere al pueblo llano católico y a no pocos de sus sacerdotes, la predestinación sería vista – erróneamente - como una herejía propia de protestantes. Como ya hemos indicado, la realidad es muy distinta de este mito.
CONTINUARÁ: Predestinación (III): la seguridad de la salvación
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