De entrada, debe señalarse que no existió ni una respuesta unida, ni firme, ni imediata. A pesar de todo, el crimen en masa que significaba la eutanasia tuvo su contestación.
Hitler –como tendremos ocasión de ver en una entrega posterior-
se las había arreglado para poner sordina en la medida de lo posible a las distintas confesiones.
Si en el caso de la iglesia católica, estuvo dispuesto a firmar un concordato con Pío XII que, en teoría, garantizaba la libertad para los católicos del Reich; en el caso de las iglesias evangélicas, creó los denominados ”Deutsche Christen”, un grupo de protestantes que se sentían especialmente cercanos del nacional-socialismo alemán, bien por su vertiente nacionalista, bien por suvertiente socialista.
De entrada, pues, antes de 1939, una buena parte de la oposición que podían haber planteado las iglesias había sido neutralizada. Buena parte, que no toda.
En el caso de las iglesias evangélicas, la respuesta a la eutanasia se produjo mucho antes de 1939 y la razón fundamental fue el hecho de que mantenían una serie de instituciones relacionadas con el cuidado de enfermos que estaban precisamente destinados a morir a impulsos del progreso que significaba el nacional-socialismo.
La resistencia en esos casos consistió no tanto en oponerse frontalmente a la ley cuanto intentar salvar de manera silenciosa y particular a sus víctimas. Al respecto, los casos del pastor Paul Braune, vicepresidente del Consejo central de la Misión interior y director de la Institución Lobetal situada cerca de Berlín, y el de Fritz von Bodelschwingh, director del centro Bethel de Westfalia donde se alojaban tres mil pacientes resultó paradigmática.
Braune no tardó en descubrir que la aplicación de la ley supuestamente moderada era, en realidad, la pantalla para una matanza en masa y en julio de 1940 redactó un informe de ocho páginas en el que establecía los hechos señalando que se daba muerte sin límite y que incluso los supuestos límites no eran aceptables en la medida en que quedaban al arbitrio de burócratas.
El informe de Braune era intachable, pero los otros compañeros suyos del Consejo central se negaron a firmarlo alegando que no saldría nada bueno de chocar frontalmente con los nacional-socialistas. Aún así,Braune estaba convencido de que la eutanasia era inmoral y que debía ser ilegalizada y encontró en Von Bodelschwingh a una persona que pensaba lo mismo.
En marzo de 1940, Braun estableció contacto con un conocido del ministerio del interior nacional-socialista. Supo así que si bien el ministro del interior estaba al corriente de todo, al parecer, el de justicia, Franz Gürtner, no tenía idea de lo que estaba sucediendo. Braune logró entonces que en junio de 1940, Gürtner lo recibiera y le brindó los datos desnudos de su investigación. Gürtner quedó horrorizado e incluso se lamentó de que no se le hubiera informado de lo que estaba sucediendo. No sólo eso. Reconoció que la ley de eutanasia era un crimen y se comprometió a detenerla. Sin embargo, Gürtner murió en enero de 1941 y no pudo ser de mucha ayuda.
En paralelo, Braune y Von Bodelschwingh hicieron todo lo posible por recabar el apoyo de las autoridades evangélicas. Para su sorpresa, la reacción no fue ni unánime ni entusiasta. Mientras que Ludwig Müller, que tenía una relación estrecha con los dirigentes nacional-socialistas, se negó a actuar, otros como Lothar Kreysing comenzaron a esconder a aquellos que podían ser asesinados en cualquier momento en cumplimiento de la moderada legislación que legalizaba la eutanasia. Se dio inicio así a una labor que luego tendría paralelos a la hora de esconder y proteger a los judíos.
Naturalmente, ese enfrentamiento con los nacional- socialistas no estuvo exento de riesgos. En julio de 1940, por ejemplo, la Gestapo detuvo a Braune como claro aviso para navegantes.
Mientras tanto la matanza continuaba. Para finales de 1940, por ejemplo, algo más de 35.000 personas habían sido asesinadas siguiendo la normativa de eutanasia. Sin embargo, las iglesias evangélicas seguían siendo reticentes a emitir una proclamación pública. Interceder antelas autoridades, salvar clandestinamente a las víctimas potenciales, realizar informes sobre el tema… sí, pero declarar en público que aquello era intolerable, eso no.
Ese papel recaería sobre un obispo –uno solo, por cierto- católico. Se trató de
Clemens von Galen, obispo de Münster. Su declaración de 3 de agosto de 1941 fue muy posterior a los esfuerzos evangélicos, pero resultó mucho más conocida y, hasta cierto punto, eficaz.
Von Galen predicó en público contra el plan de eutanasia e incluso ordenó que se distribuyera en forma impresa. Tres sacerdotes fueron detenidos por llevar a cabo esa tarea, pero los nacional-socialistas no se atrevieron a hacer lo mismo con Von Galen. No sólo eso. El 24 de agosto de 1941, ventiún días después de la homilía del obispo, Hitler firmó la derogación de la eutanasia. Acababa de invadir la URSS y no deseaba correr riesgos con un frente de oposición a retaguardia. Hasta ese momento, oficialmente, habían encontrado la muerte de esa manera 70.273 personas.
Resulta imposible no preguntarse qué hubiera sucedido si la declaración pública contra la eutansia se hubiera realizado en 1939 en vez de 1941; si hubiera sido suscrita por todos los obispos católicos y no sólo por von Galeno si hubiera sido impulsada por todas las confesiones alemanas en vez de por sectores muy determinados y, hasta cierto punto, minoritarios.
La pregunta que se impone es por qué no fue así,
por qué las iglesias fueron tan ingenuas a la hora de contemplar el ascenso del nacional-socialismo y por qué incluso pudieron llegar a pensar que tenía aspectos positivos.
Pero de todos esos aspectos me ocuparé, Dios mediante, en la siguiente entrega.
Continuará
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