&aEl primer parlamento moderno no fue, como suele pensarse, el inglés a inicios del s. XIII, sino el leonés en 1188. De ese parlamento leonés surgió una Charta Magna leonesa, anterior en varias décadas a la inglesa. Abrió además un camino que sería seguido por las Cortes en Castilla y después por las de los distintos territorios de la Corona de Aragón.
Sin embargo, en España el parlamentarismo quedó detenido - como en Francia o Polonia -mientras que despegaba en Inglaterra- y la razón no fue otra que la Reforma.
El primer momento de oro en los inicios de la democracia moderna fue la revolución puritana de mediados del s. XVII. Merece la pena recordar los motivos de la revuelta porque arrojan una enorme luz sobre la democracia real y no supuesta.
Los puritanos se alzaron contra Carlos I para defender tres derechos muy concretos: la libertad de culto, la libertad de expresión y la propiedad privada. Un gobierno que no estaba dispuesto a reconocer esos tres derechos era, por su propia naturaleza, despótico. Se puede pensar lo que se quiera, pero la verdad es que el planteamiento de los puritanos, surgido totalmente de la Reforma, tiene una actualidad tremenda y obliga a cuestionarnos la calidad real de ciertas democracias. Por ejemplo, si el parlamento, en lugar de defender a los ciudadanos contra las subidas de impuestos, se convierte en mecanismo privilegiado para aumentarlos, esa democracia está tan enferma como si las fuerzas policiales en lugar de detener a los delincuentes realizara con ellos negocios a medias. Extiéndase el ejemplo a la libertad de expresión o a la de religión.
A diferencia de otros ideólogos posteriores y anteriores, los puritanos no creían en una utopía basada en la bondad humana. Seguramente por eso, no cayeron en visiones socialistas como las formuladas por Tomás Moro o Campanella -ambos católicos, por cierto- sino que pensaron en articular un sistema que reconocía de entrada que el ser humano es pecador.
Habrá quien piense que semejante punto de partida era teológico y, por lo tanto, erróneo. Habrá que responder que un punto de partida teológico no es invalido per se. Tan sólo depende de que sea equivocado o acertado. Éste difícilmente hubiera podido ajustarse más a la realidad y basta con salir a la calle para darse cuenta de ello. Precisamente para evitar el despotismo que deriva de la condición humana caída, los puritanos abogaron por una separación de poderes. El sistema quedaba así definido por la existencia de una justicia independiente y libre que debía garantizar el imperio de la ley, un parlamento elegido por el pueblo y un ejecutivo que pudiera ser controlado por los representantes populares.
De manera bien significativa, los representantes elegidos no tenían como misión representar a unos partidos sino a los ciudadanos. Semejante visión implicaba que el parlamentario respondía ante sus electores y no ante una cúpula de nuevo poder formada por los partidos. De hecho, cuando, finalmente, los partidos hicieron su aparición en la vida política inglesa, se mantuvo la tesis de que los parlamentarios respondían ante los electores de su circunscripción y no ante las cúspides de la formación política de la que formaban parte. Naturalmente, hoy pocos lo reconocerían, pero en los escritos de la época los puritanos aparecen como seres odiosos injertados en un pueblo de locos como los ingleses. Sin embargo, estaban totalmente dotados de razón como la Historia ha dejado de manifiesto. Inglaterra sufrió una Restauración absolutista con Carlos II -monarca que, al final de su vida, se convirtió al catolicismo- pero el gusto por la libertad ya estaba demasiado arraigado entre los ingleses. La Gloriosa revolución -una revolución pacífica- significó el regreso casi inmediato del sistema parlamentario para no desaparecer ya.
Con todo, el gran salto hacia un sistema democrático lo dieron los descendientes de los puritanos a finales del s. XVIII en lo que sería conocido como los Estados Unidos de América. Aquellas colonias inglesas habían sido pobladas en no escasa medida por gente que amaba a Dios, que creía firmemente en la Biblia y que había preferido abandonar su tierra y trasplantarse al otro lado del Atlántico a no tener plena libertad religiosa. Pocas emigraciones -si es que alguna- ha sido tan fecunda como ésa para el progreso del género humano.
Los Padres fundadores estaban empapados de la visión teológica de los puritanos. De hecho, de todos ellos solo uno era católico y otro teísta. El resto era medularmente protestante e incluso muy firmemente creyente. El resultado fue la creación de un sistema puro de división de poderes, un énfasis enorme en la libertad de conciencia -lo que exigía una separación entre iglesia y estado bien distinta, por ejemplo, del posterior laicismo de la masonería- una desconfianza hacia la formación de partidos (Jefferson afirmaba que la democracia podía sobrevivir sin partidos, pero no sin libertad de prensa), una insistencia en la independencia judicial y el imperio de la ley, y, finalmente, una convicción de que la democracia sólo era posible si contaba con un sustrato moral sólido que arrancaba de las páginas de la Biblia. Como señalaría Adams, sin gente de ese tipo la democracia era lisa y llanamente imposible.
Como había sucedido con los puritanos ingleses -o con el capitalismo- la república americana fue vista con desconfianza en casi todo el continente europeo, pero -también como el capitalismo- la democracia se fue imponiendo poco a poco porque, a fin de cuentas, era, según dijo Winston Churchill, “el peor sistema político, excluidos todos los demás”.
Tras la segunda guerra mundial, la superioridad de la democracia era tan obvia que las dictaduras comunistas del Este de Europa se autodenominaron “democracias populares” y el régimen franquista se definió -tomando una expresión creada en los años treinta por Salvador de Madariaga- como una “democracia orgánica”. Incluso la Santa Sede acabó aceptando la creación de una “democracia cristiana” que adoptó la forma de partidos políticos y de una internacional, ya extintos.
Sin embargo -de nuevo como el capitalismo- una cosa era aceptar de manera formal la bondad del sistema y otra, lamentablemente distinta, que éste funcionara. En esta cuestión el peso de la Reforma -o de su ausencia- también resultó considerable, pero a ese espinoso tema dedicaré mi próxima entrega.
CONTINUARÁ: El protestantismo y el origen de la democracia moderna (II)
Si quieres comentar o