Obviamente para la mayoría de los católicos –incluso para algunos con instrucción– ese punto de vista es inaceptable siquiera porque pretende obtener la salvación mediante un pago, si se nos permite la expresión, más que insuficiente. “Ganar el cielo” –por usar una expresión repetida por no pocos santos, sacerdotes y fieles– no puede venir del creer sino de un arduo camino de acciones.
No en vano, el católico puede decir “me salvaré” mediante una serie de medios y el cumplimiento de un conjunto de mandamientos enseñados por la iglesia católica, pero no sólo por la fe.
En apariencia esta visión –que es totalmente semipelagiana como ha reconocido más de un teólogo católico– tiene su lógica y, sin embargo, es totalmente contraria a la enseñanza de Jesús y de los apóstoles ya que parte de la base de que nosotros NOS salvamos y no de que SOMOS salvados. Aunque el tema es complejo, permítaseme esbozarlo en sus líneas maestras para señalar hasta qué punto el mito católico sobre la salvación en el protestantismo arranca de una falta de conocimiento de la realidad y también de las Escrituras.
En primer lugar, la Biblia indica que no existe la menor posibilidad de que “yo ME salve”. Por el contrario, mi situación – como la de todos los seres humanos sin excepción – es la de pecadores perdidos. Al respecto, las afirmaciones de las Escrituras no pueden ser más contundentes y además expresadas de más formas. Mientras el profeta Isaías (
64:6) señala con severa contundencia que nuestras obras de justicia son como “trapos de inmundicia” (un eufemismo para los paños utilizados en la menstruación) y Pablo afirma categóricamente que
“tanto judíos como gentiles… todos están bajo pecado” (
Romanos 3:9), que
“todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (
Romanos 3:23), Jesús señala que el género humano es como una oveja perdida que sólo podrá salvarse si el pastor la trae al redil, es como una moneda perdida que sólo regresará al bolsillo de su ama si ésta la encuentra y es como un niño pijo que ha desperdiciado sus haberes de mala manera y cuya única esperanza es que el padre lo reciba inmerecidamente en su casa (
Lucas 15). Estamos perdidos tanto individual como en calidad de género y no podemos salvarNOS por nosotros mismos. Desde luego, esa situación desesperada no cambia porque alguien intente cumplir la ley de Dios.
Al respecto, no deja de ser significativo que Pablo indique:
“Sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios, ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (
Romanos 3:20). Las palabras de Pablo no pueden ser más claras. La ley con sus mandatos cumple una función similar a la de un termómetro. Nos puede mostrar hasta qué punto nuestra fiebre – nuestra enfermedad espiritual - es alta, pero no puede curarnos de la misma manera que comernos un termómetro no nos bajará la temperatura. No sólo eso. Como también señala Pablo, si uno pudiera ser justo ante Dios por la ley
“entonces por demás murió Cristo” (
Gálatas 2:21) y es lógico llegar a esa conclusión porque si yo pudiera salvarME mediante la obediencia a los mandamientos, la práctica de los sacramentos y las obras piadosas, ¿qué necesidad habría de que Cristo muriera en la cruz para salvarME?
En segundo lugar, la Biblia enseña que nuestra situación de perdición a causa de nuestros pecados es la que explica que Dios enviara a Su Hijo al mundo. No vino a entregar un catálogo de buenas obras –aunque, sin duda, dio una enseñanza ética sublime– sino, fundamentalmente, a morir en nuestro lugar. Al respecto, el mismo Jesús no pudo ser más claro al hablar de su misión:
“el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos” (
Marcos 10:45). No tengo la menor duda de que Jesús podría haber señalado que vino a este mundo a fundar una iglesia que nos proporcionara el camino de salvación. Lo cierto, sin embargo, es que no lo hizo ni por asomo sino que señaló que su misión fundamental fue la de
“dar su vida en rescate por muchos”. Al realizar semejante afirmación, Jesús se presentaba como el mesías-siervo profetizado por Isaías (
52:13 a 53:12) que moriría en expiación por los pecados.
Por supuesto, es lo mismo que encontramos en los escritos apostólicos. Pablo, por ejemplo, señala:
“por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados GRATUITAMENTE por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación” (
Romanos 3:24-5). Desde luego, resulta obvio que si se habla de algo gratuito difícilmente puede ser algo que obtenemos gracias a nuestras obras, nuestra frecuencia en los sacramentos o nuestros actos piadosos.
En tercer lugar, la Biblia indica que la apropiación del sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz –la justificación- no se produce mediante las obras sino a través de la fe. Pablo termina su desarrollo de la salvación en Romanos indicando que
“Concluimos, pues, que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la ley” (
Romanos 3:28) y remachando:
“Porque Dios es uno y él justificará por la fe a los de la circuncisión, y por medio de la fe a los de la incircuncisión” (
Romanos 3:30). Era el mismo evangelio que había ya expuesto en su carta a los Gálatas donde expuso que
“el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo” (
Gálatas 2:16) o
“que por la ley ninguno se justifica para con Dios es evidente, porque: El justo por la fe vivirá” (
Gálatas 3:11) y que volvería a predicar a los Efesios al afirmar que
“por gracia sois salvos por medio de la fe, y esto no es de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (
Efesios 2:8-9). De hecho, aunque el catolicismo hace referencia a la gracia, la salvación nunca puede ser por gracia si incluye obras para obtenerla. Tal y como señaló Pablo:
“al que obra, no se le cuenta el salario como gracia sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (
Romanos 4:4-5). La fe, por lo tanto, como considera el mito católico sobre el protestantismo, no es la obra de poca calidad que permite ganar de forma barata la salvación, sino el canal que nos permite recibir la salvación que ganó Cristo en la cruz. Debe reconocerse que la diferencia es notable y el error de apreciación de muchos católicos resulta bastante grave.
Aunque la mayoría de los católicos –incluso con cierta formación– unen la doctrina de la justificación por la fe y no por las obras con Lutero, lo cierto es que, como hemos podido ver, su origen aparece claramente en las Escrituras y por eso no extraña que a ella se adhirieran Erasmo de Rotterdam o Juan de Valdés incluso antes de que el monje alemán escribiera sobre ella. Tampoco sorprende que todos los reformados – sin contacto entre ellos – llegaran a esa misma conclusión simplemente mediante el estudio de la Biblia.
De hecho y para ser ecuánimes, hoy en día, son numerosos los estudiosos católicos que reconocen que la “justificación por la fe” es ciertamente la enseñanza que se encuentra recogida en la Biblia. Al respecto, las notas a Romanos en la traducción católica conocida como Biblia del Peregrino o el libro de Hans Küng sobre La justificación son ejemplos claros. Pero habría que añadir en los últimos tiempos las declaraciones de Benedicto XVI señalando que la enseñanza de Lutero sobre la justificación por la fe era correcta, lo que, sin duda, es cierto aunque choca frontalmente con lo establecido en el decreto sobre la justificación del concilio de Trento. No obstante, no sería la primera vez que un pontífice contradice lo establecido por sus predecesores sin que cause mayor trauma dentro de la iglesia católica.
Permítaseme ahora un par de consideraciones finales. Dado que el evangélico no cree que la salvación es algo que gana o que él SE salva o que puede adquirirla y que, precisamente, por depender de su esfuerzo siquiera en parte resulta insegura hasta que exhale en gracia el último aliento, tiene la certeza gozosa de que Cristo ganó para él esa salvación al morir en la cruz y, precisamente por ello, su salvación es segura. Lo es porque no descansa en sus esfuerzos y obras sino en la dádiva gratuita de Dios que se ha apropiado a través de la fe. El apóstol Juan pudo decir a sus hermanos en la fe
“tenéis vida eterna” (
I Juan 5:13) y, sin duda, ése es un sentimiento que tiene cualquier evangélico. Por el contrario, el católico no tiene – y no puede tener – semejante certeza de salvación y es lógico que así sea porque desde su óptica, esa salvación depende en no escasa medida de él y no de manera exclusiva de la obra de Cristo en la cruz.
Esa circunstancia va unida a otra segunda en la que debo detenerme. Si alguien pregunta a un católico qué debe hacer para salvarse, las respuestas pueden ser ciertamente variadas yendo desde el “ser bueno” (un tanto pobre, pero muy extendida) a el “obedecer lo que dice la Santa Madre iglesia” que no resulta muy concreta, pero que es más católicamente acertada. De hecho, hace algunas décadas se convirtió en un best-seller un libro escrito por un sacerdote muy conocido por aquel entonces que se titulaba
Para salvarse. Con una edición para chicos y otra para chicas –circunstancia, a mi juicio, chocante– el libro pretendía mostrar desde una perspectiva católica lo que había que hacer para salvarse y a ello se entregaba con mayor o menor claridad. Si alguien, por el contrario, preguntara a un evangélico:
“¿Qué debo hacer para ser salvo?”, la respuesta sería exactamente la misma que el apóstol Pablo dio hace casi ventiún siglos (
Hechos 16:30-31):
“Cree en el Señor Jesús y serás salvo”.
Continuará: La justificación por la fe, la carta de Santiago y las obras
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