Ese mismo año de 1546, otro español,
Jaime de Enzinas fue quemado en Roma. Su delito había sido sostener los mismos puntos de vista que los reformadores. El hermano de Jaime,
Francisco Enzinas, sería más afortunado y lograría escapar de la Inquisición en los Países Bajos españoles. No sólo eso. Amigo de Felipe Melanchthon, llevó a cabo una magnífica traducción del Nuevo Testamento del griego al español.
A esas alturas, los agentes de Carlos V – la leyenda sobre la tolerancia religiosa del emperador no es más que eso, leyenda - perseguían con verdadera saña a los reformados españoles en cualquiera de los territorios pertenecientes a la Corona. Sin embargo, no lograron exterminar la Reforma.
De hecho, fue Felipe II, ya convertido en sucesor de la corona española, el monarca que presidió el primer auto de fe contra protestantes españoles. Tuvo lugar en Valladolid, el domingo 29 de mayo de 1559. El 24 de septiembre del mismo año, un nuevo auto de fe tendría como escenario la ciudad de Sevilla.
La hoguera acabó con la vida de varias docenas de protestantes, pero no con la Reforma.
De hecho, la represión se recrudeció con extraordinaria virulencia. Apenas pasado un año, cerca de
cuarenta protestantes eran arrojados a las llamas en Sevilla. El 22 de diciembre de 1560,
otros catorce protestantes fueron quemados vivos. Ninguno quiso retractarse y, por el contrario, dieron muestra de una notable entereza incluidas las ocho mujeres, algunas de ellas niñas.
Aún así, los grupos que se reunían en las casas para estudiar la Biblia y orar seguían existiendo. Prueba de ello es que en 1562, otros ochenta y ocho protestantes fueron quemados.
Durante las décadas siguientes, los protestantes arrojados a la hoguera seguirían sumándose a lo largo y a lo ancho de España.
En Calahorra, por ejemplo, hubo sesenta y ocho casos de luteranismo antes de concluir el s. XVI además de trescientos diez sospechosos. Por añadidura,
las hogueras para reformados se encendieron en Valencia, Zaragoza, Córdoba, Cuenca, Granada, Murcia, Llerena o Toledo donde hubo cuarenta y cinco casos de protestantes españoles y ciento diez extranjeros.
Felipe II había decidido convertir a España en espada de la Contrarreforma y se emplearía de manera especial en la persecución de los considerados herejes. La respuesta de no pocos de ellos fue optar por el exilio. Ése fue el caso, por ejemplo, de algunos afincados en Sevilla.
En el monasterio de san Isidro de esta ciudad española se había producido un fenómeno con paralelos en toda Europa. Un grupo de monjes había comenzado a estudiar la Biblia de manera regular y diligente y el resultado había sido su abandono de los dogmas católicos y su orientación hacia doctrinas bíblicas defendidas por los reformados como la de la justificación por la fe o la única mediación de Cristo.
El resultado fue que la congregación abrazó la causa de la Reforma y hacia 1557 emprendió la huida de una España entregada a la represión de la Inquisición.
Entre los exiliados más ilustres se hallaban Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. El primero encontró – como muchos protestantes españoles refugio en Ginebra – y llevó a cabo la traducción de la Biblia al castellano más editada de la Historia (1569), una versión que, precisamente, revisaría el segundo de los citados (1602).
Todos estos botones de muestra dejan de manifiesto que en España había existido una Reforma y que había sido vigorosa, pero que había visto su final gracias a la acción resuelta de la Inquisición y de la monarquía de los Austrias.
Semejante decisión histórica iba a marcar de manera trágica la Historia de España. En 1592, una década antes de la publicación de la Biblia de Reina-Valera, cuando el imperio español marchaba a su ocaso desangrado por guerras que le eran perjudiciales y cuya única justificación aparente era el combate contra el protestantismo, el desastre sufrido por la fuerza de desembarco que debía invadir Inglaterra en 1588 provocó uno de los primeros cuestionamientos de la política de España. Ginés de Rocamora, el procurador de Murcia, defendió, en clara armonía con aquellos principios, que España debía “
sosegar a Francia, reducir a Inglaterra, pacificar a Flandes y someter a Alemania y Moscovia”. No se le escapaba al triunfalista Rocamora lo audaz de su tesis, pero pronto echó mano de un argumento que, de nuevo según el enfoque de la Contrarreforma, debía disipar cualquier posible - y arriesgada - objeción. La causa de España era la de la iglesia católica y, por lo tanto, era la de Dios. Por ello, había que tener la absoluta convicción en que “
Dios dará sustancias con que descubrirá nuevas Indias y cerros de Potosí, como descubrió a los Reyes Católicos de gloriosa memoria...”.
La ardorosa exposición de Rocamora encontró un templado contrapunto en Francisco Monzón, otro procurador que, quizá por representar a Madrid, conocía más a fondo el impacto que aquellas guerras estaban teniendo sobre la Capital y Corte. Para Monzón resultaba obvio que era absurdo seguir desangrando el imperio en pro de unos intereses que no eran los de la nación española sino los de terceros no pocas veces ingratos. Ante el argumento - aparentemente sólido - de que España estaba contribuyendo a facilitar la salvación y a impedir la perdición eterna de sus adversarios, Monzón no pudo dar una respuesta más escueta y, a la vez, convincente : “
si ellos se quieren perder que se pierdan”. Pero ni siquiera el sensato consejo de Monzón - mucho menos ambicioso y profundo que el de Valdés - fue escuchado y, al fin y a la postre, no fueron los rivales católicos (Francia) o protestantes (Holanda, Inglaterra) de España los que se perdieron sino ella misma, una nación donde hubo – en contra de lo afirmado tantas veces – Reforma, pero fue incinerada en las hogueras de la Inquisición.
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