La película que ha hecho el autor de
La joven Jean Austen, Julian Jarrod, es la típica adaptación de una novela inglesa, con toda su fidelidad, pero también todos sus defectos. El texto no puede ser lógicamente tan literal como la serie de los ochenta, que reproducía en doce horas y once capítulos los diálogos textuales de la novela (como he tenido ocasión de comprobar una vez con el libro en la mano y los videos de la versión VHS, ahora publicada en DVD). El protagonista ya no es Jeremy Irons (que malogró su carrera después con productos impresentables), pero aparece prácticamente en todas las escenas Matthew Goode (que hizo
Match Point con Woody Allen). Vemos a una prematuramente envejecida Emma Thompson, en lugar de Claire Bloom. Y aunque no están los grandes actores
shakesperianos, como Lawrence Olivier o John Gielguld, hay secundarios interesantes como Michael Gambon o Greta Scacchi.
Brideshead sigue siendo curiosamente la misma casa, el Castillo de Howard, que hay cerca de York, al norte de Inglaterra (propiedad del antiguo director de la BBC). Aunque todo parece algo más afectado: la ambientación impoluta, los modales trasnochados, el cuidado vestuario y el lujo de una suntuosidad algo desmedida. Todo un poco fuera de tiempo… Si la novela no se ha llevado hasta ahora al cine, no fue sólo porque el autor lo hiciera imposible con las exigencias que demandaba de todos los guiones que le propusieron. Si no porque en esta cacareada “edad de oro” de las series de televisión que estamos viviendo, ya no es posible un modelo de producción como el que permitió la impresionante adaptación de John Mortimer en 1981. ¿Cuál es el atractivo entonces que tiene todavía
Retorno a Brideshead?
EL DISCRETO ENCANTO DE LA ARISTOCRACIA
Cuando Waugh publicó este libro en 1945, la obra fue ya considerada como un canto del cisne, motivado por la nostalgia de un modo de vida aristocrático, que estaba ya desapareciendo. Su autor fue calificado por eso de reaccionario y
snob. Puesto que en la conciencia de clases que había en la Inglaterra de postguerra, mencionar a un noble era “como hablar de una prostituta hace sesenta años”, decía Waugh. Su libro se levanta por eso desde las primeras páginas, sobre las ruinas de una civilización agonizante.
Para la creciente clase media, sin grandes lazos familiares, la aristocracia significaba
una tradición sólida, que estaba ya desintegrándose. Las nuevas generaciones de las clases altas se sentían oprimidas y alienadas por aquellos muros que les protegían.
Charles Ryder se introduce en Oxford en el ambiente aristocrático de su compañero Sebastian Flyte. Su atormentado amigo tiene una educación católica, que le hunde en la culpa de su condición latente homosexual y un prematuro hábito alcohólico, que refleja la realidad que vivió el autor al escribir la novela.
“Fue en la Universidad que me dedique a beber, descubriendo de cruda manera el contraste entre los placeres de la intoxicación y la discriminación”, dice Waugh. Aunque “de los dos, durante muchos años preferí el primero”. La decadencia alcohólica del club de estudiantes que recuerda el autor en su autobiografía, marca una época que se caracteriza por la disolución moral, pero también por el creciente numero de conversiones al catolicismo en el Movimiento de Oxford, iniciado por el cardenal Newman. El hijo del obispo anglicano de Manchester, Knox, sigue los pasos del hijo del arzobispo de Canterbury, Benson, en su conversión al catolicismo-romano, mientras autores como Chesterton siguen fascinando a muchos todavía hoy.
FASCINACIÓN POR ROMA
Hombres como Evelyn Waugh, llegan al ateísmo por el modernismo teológico de profesores como los que tuvo en Lancing College, un centro originariamente anglo-católico, pero que en la época del autor de Retorno a Brideshead había llegado a un escepticismo religioso que le lleva al agnosticismo. En los años veinte su vida oscila entre el dualismo y la desesperación, cuando empieza a considerar seriamente la idea de suicidio. El anterior secretario de su club de estudiantes dejó curiosamente la Universidad para dedicarse a la magia negra, muriendo en circunstancias extrañas en la famosa comunidad satánica que fundó Aleister Crowley en Cefalu (Sicilia). Así que muchos estaban buscando entonces también un sentido espiritual para su vida.
Waugh es convertido al catolicismo-romano por la influencia de un amigo suyo llamado Christopher Hollis, que fue luego también escritor y miembro del Parlamento. Como el
personaje de su novela, Ryder, el autor se encuentra intrigado por la fascinación de Hollis por Roma, cuando otro de sus compañeros, Alastair Graham, se une a lo que Waugh llamaba todavía “la Iglesia Italiana”. La lectura del famoso libro de Chesterton,
El Hombre Eterno (1925), le impacta entonces extraordinariamente.
La crisis que le lleva sin embargo a la conversión es de tipo moral. Su aversión a la promiscuidad de su novia, Olivia Plunket Green, convertida también al catolicismo-romano, le abre los ojos al vacío de una vida, que gira cada vez más para él en torno a la dependencia del alcohol. Sus frustrados intentos de enmienda le llevan a perder una carrera académica y caer en la desesperación que retrata su primera novela,
Decadencia y Caída (1928).
Intenta entonces suicidarse, pero al sobrevivir decide casarse, siendo abandonado por su esposa poco después de su matrimonio. Es entonces cuando busca al jesuita D´Arcy, que logró la conversión de muchas personas importantes, siendo recibido finalmente en la Iglesia de Roma en 1930.
GRACIA TRANSFORMADORA
En el prólogo del libro, el escritor dice que Retorno a Brideshead es una historia sobre “la influencia de la gracia divina”. Si “la fe de Sebastian” es un enigma para Ryder, es porque él como Waugh “no tenía ninguna religión”. La educación que ha recibido hizo que sus “profesores de religión” le dijeran “que los textos bíblicos no merecían mucho crédito”. Charles le pregunta a Sebastian si su fe cambia algo su vida. Él dice que todo, pero Ryder no lo ha notado. “No pareces mucho más virtuoso que yo”, le dice. Y Sebastian le contesta indignado: “Soy mucho, mucho peor que tú”.
La gracia de Waugh no nos libra del pecado, sino que lo justifica. Sebastian puede morir alcoholizado en el norte de Africa, pero como lo hace en un convento, recibe la gracia de Dios. ¡Es el santo bebedor! Como sus hermanas, estos católicos reconocen que siempre han sido malos, pero “cuando peor somos, más necesitamos a Dios”. Si “Cristo vino para provocar el arrepentimiento, no de los justos, sino de los pecadores”, quién así se sabe, está más próximo a Dios.
Cuando uno lee estas cosas, parece que estamos más cerca en su compresión de la gracia, que muchos católicos que nos rodean.
El problema es que finalmente es una gracia sacramental. No está en Cristo, sino en la Iglesia. Vivir por gracia es vivir de los méritos de Cristo, pero también en unión con Él. Por eso su gracia nos transforma.
Cristo no murió sólo para salvarnos del castigo del pecado, ni siquiera para hacernos santos ante Dios, sino para purificar para si mismo un pueblo (Tito 2:14), deseoso de obedecerle, que anhela ser transformado a su semejanza. Dios nunca concede la justificación, sin dar al mismo tiempo la santificación. Si Él no ha cambiado tu vida, tienes que preguntarte si has conocido verdaderamente la gracia de Dios. Porque su gracia nos transforma.
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