Empezaremos por la responsabilidad colectiva de una sociedad que ha incurrido en el pecado de Sodoma. Ciertamente, en el relato de Génesis, Dios ordenó a sus ángeles que sacaran a Lot y a sus familiares de la ciudad. Algo semejante contemplamos en las existencias de Jeremías o de Daniel. Sin embargo, no deja de ser significativo que los profetas se sintieran incursos en el pecado de su pueblo aunque no hubieran podido, por razones cronológicas, haberlo cometido.
Es preciso sentir dolor por la propia sociedad que se ha apartado de Dios, hay que llorar para ser consolados y, sin embargo, muchas veces esa actitud queda sustituida por la indiferencia, la complicidad, la autocomplacencia o por el orgullo espiritual. De esa manera, el pesar por la visión de una sociedad que camina hacia su ruina se ve sustituido por actitudes de distanciamiento, de aceptación resignada o entusiasta, de mal entendida comprensión, cuando no de juicio superior. Sin embargo, lo que Dios debería hallar en nosotros es, junto a la ira por la manera en que el mal avanza, un profundo deseo de interceder ante Él para que todo pueda cambiar y esa sociedad escape de Su juicio.
Personalmente, creo que lamentarse por la manera en que nuestra sociedad camina a pasos agigantados hacia un desastre que deja traslucir el juicio de Dios es algo correcto y que no ver esos hechos –o incluso encontrarlos positivos– constituye una muestra de peligrosísima ceguera espiritual de fatales consecuencias. Sin embargo, si esos lamentos no van acompañados de intercesión llevan en si una penosa marca de esterilidad. Al respecto, ejemplos como los de Nehemías (
Nehemías 1:5 ss) o Daniel (
Daniel 9:4 ss) resultan claramente reveladores.
Con todo, la intercesión no basta. A ella debe unirse un llamamiento a la conversión, a anunciar que si no se produce un cambio individual y colectivo, las consecuencias serán fatales. Aquí es donde no pocos se sienten incómodos.
Ver lo malo, lamentarlo, incluso sentir un cierto placer inconfeso porque no se es como “ésos” resulta llevadero, pero acudir a “ésos” y anunciarles honestamente lo que se avecina es otra cuestión. Sin embargo, la esencia de la predicación comienza con eso. Fue nada menos que Juan el Bautista el que llamó a la gente que lo escuchaba “generación de víboras” y se refirió a la “ira venidera” (
Lucas 3:7), para luego insistir en que era indispensable una conversión con frutos que no podía ser sustituida por la referencia a la adscripción religiosa (
Lucas 3:8 ss).
De manera bien significativa, Juan indicaba a continuación que los frutos implicaban, por ejemplo, compartir con otros, no aumentar la carga que significaban los impuestos, no extorsionar, no mentir o contentarse con los ingresos que se tienen.
Se podrá decir que Juan era un exaltado al que el sol del desierto de Judea había trastornado. Lo cierto, sin embargo, es que Jesús no fue menos cortante en sus anuncios. Calificativos como “hipócritas” (
Mateo 23), “lobos rapaces con piel de cordero” (
Mateo 7:15) o “sepulcros blanqueados” pespuntean sus predicaciones que no buscaban la popularidad, las subvenciones del estado o la foto al lado de un alcalde u otro político sino comunicar el mensaje de salvación que procede de Dios.
Mucho me temo que hoy en día, muchos se sentirían inclinados a pedir disculpas ciento cincuenta veces antes de señalar la situación moral de la sociedad antecediendo sus declaraciones con “yo respeto”, “por supuesto, no deseo que nadie se ofenda” o “no es que yo quiera decir…” para luego naufragar en los mares de lo políticamente correcto evitando decir una sola palabra en contra de centros de poder como los sindicatos, los gays, los intelectuales de izquierdas, las feministas, las clínicas abortistas, los musulmanes, los medios de comunicación, los partidos políticos (sobre todo si son de izquierdas o nacionalistas), la gente del mundo del espectáculo, las minorías étnicas o el colectivo de telefonistas.
Al final, si acaso se podría deslizar alguna crítica hacia las iglesias evangélicas – aunque no en naciones donde su peso es escaso por eso de que no merece la pena ocuparse en algo tan insignificante- la iglesia católica –aunque no si se milita en el campo del ecumenismo– o hacia el estado de Israel, salvo que se pertenezca a algún grupo filo-sionista.
Semejante comportamiento podrá ser juzgado por muchos como ejemplarmente educado, pero me temo que resulta profundamente patético. Es como una esposa que sabe que su esposo es un adúltero contumaz y que, tímidamente, le ofreciera el café y le dijera: “Te traigo tu tacita, no bebas de otra” o como un padre que contemplara a su hijo bordeando la delincuencia juvenil y sugiriera con voz temblorosa: “Podrías inyectarte un poquito menos de heroína. No deseo molestarte, pero ¿podrías considerarlo?”.
Pues bien. Nuestra misión es dolernos porque nuestra sociedad ha incurrido en el pecado de Sodoma, reconocer que tenemos parte de la responsabilidad colectiva en el pecado de nuestro pueblo y anunciar claramente las consecuencias.
Como anunció el Señor a Ezequiel hace siglos:
“Si el justo se aparta de su justicia y perpetra iniquidad, morirá por ello; por la iniquidad que perpetró morirá. Y si el impío se aparta de su impiedad y se comporta según el derecho y la justicia, vivirá. Porque miró y se apartó de todas sus transgresiones que había cometido, ciertamente vivirá. No morirá…”
“Arrojad de en medio de vosotros todas vuestras transgresiones con que habéis pecado, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué moriréis?... porque no deseo la muerte del que muere, dice YHVH el Señor. Convertíos, pues, y viviréis” (
Ezequiel 18:26-28 y 31-32)…
Y es que la misión del mismo Ezequiel constituye un ejemplo de lo que se espera de nosotros:
“A ti, por lo tanto, hijo de hombre, te he colocado como atalaya para la casa de Israel, y escucharás las palabras de mi boca, y los amonestarás de mi parte… Si no hablas para que el impío se aparte de su camino, el impío morirá por su pecado, pero su sangre la exigiré de tu mano. Y si tu avisares al impío para que se aparte de su camino y no se apartara de su camino, morirá por su pecado, pero tu habrás librado tu vida” (
33:7-9).
El que tenga oídos para oír, oiga.
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