También deseo dejar claro que esa salida no es otra que el arrepentimiento, un concepto que en hebreo se describe con términos como “teshuváh” (regreso) y en griego como “metanoia” (cambio de mente).
Quizá a algunos les parezca demasiado radical, pero lo cierto es que en esa tesitura histórica una sociedad sólo puede decidir entre dos alternativas. O se vuelve a Dios o camina hacia el juicio envuelto en los ropajes del desastre. A esas alturas, ya ha pasado demasiado tiempo. A estas alturas, el mal se ha acumulado hasta subir –en un sentido figurativo– hasta el trono de Dios. A esas alturas, Dios –porque es justo y es bueno– sólo puede ejecutar justicia. A esas alturas, la única salida es volverse a El.
¿Qué implica ese arrepentimiento?
Fundamentalmente, dos cosas. En primer lugar, reconocer la realidad y en segundo, cambiar de vida. Pasemos a examinar el primer aspecto. Vivimos en un mundo empeñado en negar la realidad en casi todas sus manifestaciones. Sin embargo, igual que sólo el enfermo que reconoce que lo está se encuentra en condiciones de pedir ayuda médica, sólo aquella sociedad que se percata de cuál es su situación puede contar con alguna posibilidad de recapacitar, cambiar y evitar las consecuencias. Ese reconocimiento de la realidad implica.
1.- Reconocimiento de pecado.
El que se arrepiente reconoce el pecado y no le resta importancia, no lo minimiza y mucho menos lo niega. Invito al lector a repasar los encuentros con Jesús de pecadores. Sólo los que reconocían su situación real sacaron algo en limpio de aquel momento y es verdaderamente elocuente que el ejemplo de conducta para Jesús fuera un publicano que reconocía la realidad de su pecado y se entregaba a la inmerecida misericordia de Dios y no un fariseo que la ocultaba con su autojustificación religiosa (
Lucas 18:9 ss).
Desde una perspectiva nacional, es curioso como en la Biblia incluso se reconoce como propio el pecado acumulado por los que nos precedieron, precisamente porque son peldaños que nos han llevado a descender al punto en el que nos encontramos.
Si uno revisa la experiencia de Nehemías (
Nehemías 1:6) o de Daniel (
Daniel 9:4 ss) contemplamos cómo los dos asumieron en primera persona el pecado de su pueblo y no buscaron la manera de escamotear responsabilidades o de arrojar sobre otros la culpa.
Sin duda, en nuestra sociedad son más culpables, por ejemplo, aquellos que se llenan la boca de hablar de los pobres para luego gastarse medio millón de euros destinados a ayudas al Tercer mundo en dárselo a un artista amiguete para que pinte un mural que, por ejemplo, los infelices que sudan ahogados para llegar a fin de mes. Sin duda. Pero no es menos cierto que existe una responsabilidad colectiva y Daniel y Nehemías –dos ejemplos de gente piadosa– asumieron la que les correspondía. Se colocaron ante Dios y reconocieron el pecado que descansaba sobre el pueblo.
2.- Reconocimiento de juicio.
Ese reconocimiento de pecado implica necesariamente reconocer que Dios debe actuar –si es que no lo ha hecho ya– y que esa actuación significa que El hará “justicia” y que nosotros recibiremos “confusión de rostro” (término sobrecogedor recogido en
Daniel 9:7). Lo mismo hallamos en
Nehemías 1:7 ss que, por cierto, cita
Levítico 26 y
Deuteronomio 30 donde la Torah se refiere a los castigos que esperan a los que caen en “abominación”.
Si una sociedad llega al punto que significa el “pecado de Sodoma” no sólo debe ser consciente de que se ha apartado de los mandamientos de Dios sino también de que eso traerá consecuencias.
3.- Petición de perdón no merecido.
Y así llegamos al tercer paso. Hemos pecado, nos hemos apartado de Dios, hemos desobedecido sus normas… sólo nos queda arrojarnos a Sus pies suplicando que nos perdone, que nos conceda una misericordia que no merecemos en absoluto pero que necesitamos desesperadamente.
De nuevo, es lo que encontramos en la Biblia. Daniel o Nehemías –ambos, insistamos en ello, hombres ejemplares– se confiaron a la inmerecida gracia de Dios para revertir el curso de la Historia. Si Nehemías podía decir “nos hemos corrompido contra ti” (
Nehemías 1:7) y apelar al Dios que se había revelado en las Escrituras (
1:8-9), Daniel podía enumerar un largo catálogo de pecados como la iniquidad, la rebeldía, el abandono de los mandamientos o la desobediencia (
9:5 ss) para, finalmente, suplicar la misericordia inmerecida de Dios.
Toda sociedad, pero también todo ser humano, debe ser consciente de que no puede comprar, adquirir o comerciar con la gracia, la misericordia o el amor de Dios. No lo merecemos en absoluto y, sin embargo, lo necesitamos tan clara –y desesperadamente– como necesita la oveja perdida que alguien la encuentre, como necesita la moneda extraviada que alguien de con ella y como necesita ese niño pijo y estúpido al que conocemos como el hijo pródigo que su padre lo acoja en casa (
Lucas 15).
Sólo esa comprensión de nuestra situación real y del no menos real pecado y el real también juicio nos capacita –si se me permite hacer un inciso– para comprender el inmenso amor mostrado por Dios en la cruz del Calvario. No se trata, como ironizaba un amigo mío, de que Dios no nos “ajuntaba” y, de pronto, decide que sí, que nos “ajunta”. Se trata más bien de que cuando éramos débiles y enemigos y pecadores –nada simpáticos calificativos, dicho sea de paso– Cristo murió por nosotros (
Romanos 5:6-11).
Sólo una sociedad (y un individuo) que es consciente de hasta qué punto se ha apartado de Dios, hasta qué punto eso es grave, hasta qué punto merece juicio por ello y hasta qué punto no merece perdón, puede arrepentirse revirtiendo la acción justiciera de Dios.
Sin embargo, hay un último paso que me parece esencial en ese proceso de arrepentimiento y es el cambio de vida, pero de eso, Dios mediante, hablaré la semana que viene.
CONTINUARÁ:
La salida para Sodoma: Cambio de vida
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