La libertad religiosa, que es un derecho fundamental en la constitución, quedará reducida a mero apéndice de una libertad más difusa que incluye a los antirreligiosos siguiendo un modelo implantado por Lenin en 1917 y seguido después –con los resultados que todos conocemos– en todas las dictaduras socialistas desde la URSS a Cuba pasando por las democracias populares.
En la práctica –y siguiendo un modelo inquietante que consiste en convertir a Cataluña en tubo de ensayo de cualquier experimento liberticida que pueda luego recaer sobre el resto de España– se tratará de una adaptación al ámbito nacional de la ley de cultos catalana, ley, dicho sea de paso, absolutamente ilegal en la medida en que el gobierno catalán carece de competencias constitucionales para legislar sobre estos temas.
De acuerdo con ese esquema,
los poderes públicos, desde los gobiernos autónomos a los ayuntamientos, recibirán un poder omnímodo sobre los lugares de culto. Lejos de mantenerse al margen en el ejercicio de un derecho, en manos de funcionarios dependientes de consignas políticas o de políticos a secas quedará el decidir si un lugar de culto puede abrirse o, ya abierto, si se renueva o no su licencia de apertura.
La enorme discrecionalidad de la norma –lo que es una garantía de arbitrariedad en la práctica– entregará a los poderes políticos la facultad de represaliar a aquellos lugares de culto locales que se permitan la osadía de, por ejemplo, criticar la política del gobierno de legalización de matrimonios homosexuales o su proyecto de adoctrinamiento político contenido en la asignatura de Educación para la ciudadanía.
¿Significará esto una persecución? No. En términos generales, se tratará de un comportamiento mucho más sutil, aunque no menos eficaz. Se tratará de crear una atmósfera en la que se asimile que no salir de entre las cuatro paredes del lugar de culto es lo más tranquilo, lo más prudente e incluso lo más espiritual.
¿Cómo llevará a cabo este plan el gobierno sin levantar resistencias? De una manera sencilla y, a la vez, escalofriante por sus resultados prácticos. Por un lado, el gobierno modelará la forma de los interlocutores -cuya representatividad pueda ser discutible, pero cuyo servilismo resulte innegable– para dar una imagen de diálogo con las confesiones religiosas.
Con una suma de aportes económicos, de halagos a la vanidad de los dirigentes y de promesas de igualdad con la iglesia católica, estas entidades –ya existentes o futuras– se convertirán en dóciles correas de transmisión de la voluntad del gobierno. Si obedecen –es decir, si miran para otro lado y no crean problema alguno- sobre ellas se derramarán algunos beneficios económicos destinados a unos pocos; si disienten, se castigará al disidente, pero de manera aislada de tal forma que se quebrante cualquier posibilidad de que reciba la solidaridad de sus correligionarios. Al final, si todo sale bien, la sumisión que se pretende no se habría logrado ni siquiera con una persecución encarnizada.
¿Se producirá en este proceso una igualdad entre confesiones? No y el gobierno lo sabe. Es más, se vale de ese argumento de manera que no se corresponde con la realidad. De entrada, la Santa Sede es un Estado y una entidad de derecho internacional, algo que no es ninguna otra confesión. Para salir de esa situación habría que renunciar al sistema paccionado y reformar la constitución. Quizá sería lo mejor, pero este gobierno no va a emprender esa tarea.
Además y por si lo anterior fuera poco, el número de fieles que tiene –incluso si sólo computamos los practicantes– es muy superior al de cualquier otra confesión incluida el islam. Su presencia, por lo tanto, siempre será mayor siquiera por su capacidad de convocatoria. Invertir esa situación no puede venir nunca de manos de un gobierno –incluso en el caso de que existiera alguno que lo pretendiera, que ya es dudoso– sino de un cambio sociológico que, hoy por hoy, en España ni se intuye.
Pero
lo que sí puede hacer el gobierno –y, de hecho, sueña con ello– es ir expulsando a empujones a la iglesia católica de ciertos medios para que no plantee ninguna denuncia moral de determinadas leyes –eutanasia, ampliación del aborto, etc.– y pretender a la vez que las confesiones minoritarias opten por el silencio, en parte, por temor; en parte, por la confianza de algunos de sus dirigentes de obtener algún beneficio y, en parte, por la sensación engañosa de que es mejor el recorte de las diferencias aunque sea a costa de que perdamos todos en lugar de que ganemos.
Todo ello además envuelto en una cosmovisión en la que el ejercicio de la libertad religiosa no es el de un derecho de primer orden sino una concesión que realiza una sociedad laicista –y por ello superior moralmente a los creyentes– como muestra de su benevolencia.
Lo que esto significa y lo que deberíamos hacer frente a ello, es algo de lo que me ocuparé, Dios mediante, en la próxima entrega.
Continuará
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