No digo yo que necesariamente este nuevo barco del astillero de ideas de ZP llegue a puerto, pero, de entrada, hay que convenir en que es lo más posible.
Dado que el tema no es de importancia baladí voy a intentar señalar en ésta y sucesivas entregas la naturaleza del proyecto, sus objetivos, su pertinencia y, finalmente, la configuración que, presumiblemente, va a tener.
De entrada hay que decir que las dos razones señaladas por la vicepresidenta del gobierno resultan muy difícil de sostener. La constitución española sigue un modelo de separación de iglesia-estado aconfesional, paccionado y no laicista. En otras palabras, no existe una religión oficial –a diferencia de lo sucedido en España durante la mayor parte de su Historia– pero sí se señala que el Estado colaborará con la iglesia católica – citada expresamente– y otras confesiones.
Semejante circunstancia permitió firmar los acuerdos con la Santa Sede de 1978 y los posteriores con judíos, evangélicos y musulmanes de 1992.
El modelo, muy similar al italiano, se aleja del modelo de separación de iglesia y estado norteamericano, pero todavía mucho más del laico francés. Pretender, por lo tanto, que la ley exige ir hacia un sistema laicista no sólo es que resulta discutible es que resulta abiertamente anticonstitucional.
Por supuesto, se puede señalar que el sistema actual no es el mejor y no seré yo quien lo niegue porque siempre estuve en contra del modelo y sostuve que las iglesias evangélicas no debían legitimarlo constituyendo un organismo como la FEREDE y firmando unos acuerdos. Sin embargo, lo cierto es que lo votaron todas las fuerzas parlamentarias desde el PCE y AP al PSOE y la UCD pasando por los nacionalistas y no recuerdo que nadie discrepara de ello.
Aún más, no guardo en la memoria que los evangélicos se arrojaran a la calle protestando por ese modelo y, desde luego, una buena parte de los mismos lo dio como óptimo cuando se firmaron los acuerdos de 1992 que entonces se anunciaron poco menos que como las tablas de la Torah entregadas en el Sinaí a Moisés y ahora parece que están colmados de defectos.
De todas formas, lo cierto es que para cambiar el ordenamiento vigente, en puridad, tendríamos que ir a una reforma constitucional que consagrara otro modelo –mejor o peor- y eso ni parece viable, ni creo que provoque grandes adhesiones ciudadanas ni da la impresión de que el gobierno actual esté por la labor de correr el riesgo.
La segunda razón por la que las afirmaciones de la vicepresidenta distan de sustentarse en la realidad –por decirlo de una manera rezumante de compasión cristiana– es porque quizá ella ha descubierto últimamente la libertad de pensamiento y conciencia, pero, al menos desde el s. XVI, ambas se hallan estrechamente entrelazadas con la libertad religiosa como sabe cualquier estudiante medianejo de derecho constitucional.
Así aparece en la Paz Augustana, en la Paz de Westfalia de 1648 y en una sucesión de textos legales y filosóficos que llegan hasta el s. XVIII en que la tradición se trunca por efecto de la revolución francesa y un laicismo coartador de la libertad religiosa se disfraza de defensor de la libertad de conciencia.
Así de entrada no parece, por lo tanto, que exista ningún motivo legal para realizar el cambio de rumbo anunciado por la vicepresidenta del gobierno e incluso debe subrayarse que éste –si va en la dirección anunciada– resultaría de dudosa constitucionalidad.
Cabe preguntarse, por lo tanto, cuáles son las verdaderas razones de ese proyecto y cuáles serán los resultados, pero de eso me ocuparé en una próxima entrega.
Continuará
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