En el caso de la
iglesia católica, la causa está enraizada con su propia naturaleza jerárquica. Cuando Hitler y Pío XII suscribieron el Concordato, ambas partes creyeron obtener lo que deseaban aunque lo que deseaban era diametralmente opuesto. Para Pío XII, un papa esencialmente diplomático, se trataba de garantizar los derechos religiosos de los católicos en un régimen que consideraba muy similar al fascismo italiano de Mussolini.
Para Hitler, la finalidad era conseguir una capa de respetabilidad y, en no menor medida, controlar las reacciones de la iglesia católica. La realidad es que Pío XII tuvo que descubrir con amargura que la distancia entre Hitler y Mussolini no era pequeña y que no era lo mismo firmar los acuerdos de Letrán con el dictador italiano que el concordato con el cabo austriaco.
Las violaciones del concordato por parte de las autoridades nacional-socialistas se produjeron prácticamente desde el principio, pero la respuesta del Vaticano –como la de Francia o Gran Bretaña hasta septiembre de 1939– fue la del apaciguamiento. En otras palabras, se acabó aceptando que la otra parte no cumpliera con sus obligaciones al completo a cambio de que sí hiciera honor a otras.
Se trataba de una aplicación de la tesis del mal menor que, no puede ocultarse, en algunos terrenos tuvo nefastas consecuencias.
De aquel pacto, por supuesto, el gran beneficiado fue Hitler. Cuando su régimen era incipiente pudo gritar al mundo que hasta el papa se fiaba de él y además aprovechó el sentimiento jerárquico de los católicos para lanzar un mensaje: si el papa me ha aceptado, ¿por qué no lo vais a hacer vosotros que lo tenéis por el vicario de Cristo? y si él no lanza una denuncia pública ¿cómo os vais a atrever a hacerlo vosotros?.
Por supuesto, hubo miles de católicos que acabaron reaccionando, no pocas veces con riesgo indudable de sus vidas. Sin embargo, al fin y a la postre, se trató de casos aislados y no pocas veces tardíos.
En el caso de
la iglesia evangélica alemana, la causa se halla, sin duda, en el debate sobre la Biblia que había tenido lugar a lo largo del siglo XIX.
El principio reformado de Sola Scriptura había comenzado a quebrarse teniendo como consecuencia que el hombre no se sometía a la Biblia como Palabra de Dios sino que la juzgaba como palabra de hombre.
Esa situación es actual –lamentablemente– en la iglesia católica de hoy y basta echar un vistazo a los teólogos de la liberación, a Schillebeck, a Hans Küng o, a enorme distancia académica, a Pagola para percatarse de ello, pero en los años veinte del siglo pasado era implanteable y el mal afectaba especialmente al protestantismo.
En la medida en que el ser humano podía decidir por si mismo qué parte de la Biblia era verdadera y qué parte podía ser rechazada por antigua o por ser hija de su tiempo, quedaba abierto el camino para cualquier aberración. Por supuesto, la Biblia puede defender la vida, pero el hombre moderno debe emanciparse de ese punto de vista arcaico y aceptar que “la ciencia” o “el progreso” le muestren que la eutanasia o el aborto son aceptables moralmente. Lo mismo podía afirmarse de las enseñanzas “científicas” sobre la raza o sobre la ascendencia supuestamente aria de Jesús, encarnizado enemigo de los judíos según el nacional-socialismo.
Al respecto, no deja de ser significativo que la resistencia frente a esas medidas –no sólo la eutanasia– procedió de gente que supo remontar las dos circunstancias señaladas.
En el caso de los católicos, aquellos que supieron ver por encima del orden jerárquico los principios morales a los que tenía que guardar fidelidad, la respuesta fue la resistencia, ya se tratara de laicos, sacerdotes e incluso, ocasionalmente, algún obispo como Galen.
En el caso protestante, los que se aferraron a la Biblia de una manera conservadoramente reformada fueron los primeros en resistir. Ésa circunstancia explica, por ejemplo, que se crearan organismos como la Bikenende Kirche que carecieron de paralelo en el lado católico. A fin de cuentas, no es extraño que Hitler denominara su “prisionero particular” al pastor
Martín Niehmoller que predicaba en su parroquia: “Seguid al rabí judío Jesús de Nazaret” o que se ejecutara unos días antes de la guerra a
Dietrich Bonhoeffer, uno de los teólogos más relevantes del siglo XX, que mantenía posiciones sobre la Biblia que hoy muchos tacharían indignados de “fundamentalistas”.
Es muy triste decirlo, pero no es justo ni sensato pasarlo por alto: si los miembros de las distintas confesiones europeas hubieran mantenido una actitud hacia los judíos como la que tuvieron los protestantes daneses, el Holocausto no hubiera tenido lugar y se habrían salvado millones de vidas.
No deben forzarse los paralelos históricos, pero es muy posible que a día de hoy, ante a determinados retos morales, y no sólo el de la eutanasia, quepa esperar que los que enfrentarán con ellos serán los católicos aferrados a ciertos principios independientemente de la postura ocasional de su jerarquía y los protestantes que crean que el ser humano debe someterse a la Biblia –y no a la inversa– y que ésta es tan de aplicación ahora como cuando Pablo escribió las epístolas.
A
contrario sensu, cabe esperar cuál será la reacción de católicos y protestantes frente a la legalización de la eutanasia. A ella se resistirán los católicos que estén bien asentados en sus principios con independencia de la mayor o menor firmeza de la jerarquía, y los protestantes que consideren que la Biblia está por encima de la visión pasajera de los hombres.
Debe señalarse por otra parte que la cuestión de la eutanasia no desapareció con el aniquilamiento del nacional-socialismo alemán. Por el contrario, persistió y, como en el caso de los seguidores de Hitler, siguió presentándose como una forma de progreso.
Pero de eso me ocuparé en otra entrega.
Continuará
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