En primer lugar, la pérdida de influencia de la iglesia católica y su cambio ulterior. Cuando ésta controlaba la vida espiritual española, de forma innegable, realizaba una parte notable del trabajo al señalar la posibilidad de condenación y la existencia de una justicia divina. Por supuesto, los evangélicos podíamos diferir sustancialmente sobre el camino de salvación o sobre qué comportamientos eran pecado, pero, desde luego, era casi imposible encontrar a un compatriota que no creyera en la otra vida, en la necesidad de buscar la salvación y en la posibilidad de condenación.
Con los matices que se quieran, a la hora de comunicarle el Evangelio, una parte del camino ya había sido recorrido.
Hoy, no sólo es que el peso del catolicismo es menor que hace cuatro décadas es que además, en buena parte de los medios católicos, no se considera de buen gusto hablar de la perdición. Últimamente, incluso he podido leer a un católico que la preocupación por la salvación es algo típicamente protestante y no católico. ¡Supina ignorancia la del personaje en relación con lo que enseña su propia iglesia!
En segundo lugar, esa predicación que habla de la necesidad de comprender la situación de perdición y de buscar la salvación no ha sido suplida por las iglesias evangélicas. En parte, por su reducido peso social y, en parte, porque algunas no piensan que sea necesario, el caso es que esa parte de la predicación no se ha realizado ni se realiza en la medida deseable.
Finalmente, existe un interés más que evidente en nuestra sociedad por apartar a los seres humanos de su dimensión espiritual. El mismo culto chabacano al sexo o el consumismo desenfrenado no son sino muletas que se colocan delante del toro social para que embista y no se percate de que, más tarde o más temprano, le van a dar la puntilla.
Sin embargo, si nosotros predicamos los aspectos que he desarrollado en entregas anteriores, la predicación de que hay posibilidad de salvación viene por sí sola. De hecho, es precisamente la concatenación de todos los aspectos anteriores, lo que permite que prediquemos la salvación.
Desearía subrayar que no se trata de una teoría. Es lo que encontramos, por ejemplo, en los Evangelios. Jesús indica, primero, que somos enfermos necesitados de médico, ovejas que no saben cómo regresar al redil, monedas perdidas que jamás volverán por sus medios al bolsillo de su dueña, jóvenes calaveras que han desperdiciado su vida, para, acto seguido, exigir una decisión de sus coetáneos que desemboque en la aceptación de la salvación. Porque están condenados y perdidos, se les ofrece una vía de salida.
Lo mismo encontramos, por ejemplo, en Hechos 2:37 ss. Pedro muestra que sus oyentes están condenados y cuando, angustiados, le preguntan qué deben hacer para salvarse, les indica que han de convertirse. Una situación similar la hallamos en
Hechos 16:30-31 cuando a la pregunta del carcelero de Filipos indagando sobre lo que debe hacer para salvarse, Pablo respondió:
“Cree en el Señor Jesús y serás salvo…”. No tengo la menor duda de que esa conciencia de pecado es operada por el Espíritu Santo, pero, a la vez, las Escrituras son muy claras en el sentido de que no se producirá ese cambio sin oír y que nadie puede oír para creer a menos que alguien le predique (
Romanos 10:14 ss). La proclamación de esa salvación forma parte esencial de nuestra predicación.
No voy a detenerme mucho en ello, pero es obvio de las imágenes de Jesús que se trata de una salvación otorgada no por méritos propios sino por gracia, que se recibe a través de la fe. Como escribiría Pablo:
“por gracia sois salvos, a través de la fe, y esto no es de vosotros, no por obras para que nadie se gloríe…” (
Efesios 2:8-9) y, si lo pensamos con lógica, ¿podría ser de otra manera dada la realidad de nuestro pecado?
Espero poder dedicarme otro día a señalar como esa gracia gratuita –valga la redundancia– de Dios no puede ser mediatizada por algunas prácticas recientes de ciertos sectores evangélicos. La compra de “indulgencias evangélicas”, la visión de un Dios con el que se “negocia” para recibir bendiciones u otras imágenes que se han ido extendiendo y de las que no puedo ocuparme ahora constituyen un anti-Evangelio de gravísimas consecuencias, pero sobre eso hablaremos otro día.
Quedémonos ahora con la idea de que una predicación sin anunciar la salvación por gracia mediante la fe en Jesús no es una predicación evangélica.
Continuará
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