Al respecto, la Biblia es terminante desde sus primeras páginas. Adán y Eva son expulsados del Edén como consecuencia del pecado (
Génesis 3), Caín sufre el destierro a causa de su crimen (
Génesis 4:4 ss), la Humanidad es arrancada de la faz de la tierra por su maldad en la generación de Noé (
Génesis 6:7 ss), una nueva Humanidad es dispersada envuelta en multitud de lenguas tras la soberbia de Babel (
Génesis 11:1 ss)… y así podríamos seguir multiplicando los ejemplos hasta llegar a la última página de la Biblia en el Apocalipsis donde se hace una referencia expresa al castigo eterno de la Bestia y del Diablo (
Apocalipsis 20:10) y, precisamente, al juicio final (
Apocalipsis 20:11 ss).
Se puede discutir de dónde arranca la peregrina tesis de que Dios no va a juzgar al género humano, de que va a pasar por alto el pecado o de que siente indiferencia, a veces incluso bonachona, hacia la transgresión de sus mandamientos, pero lo que resulta indiscutible es que no arranca de las Escrituras. En ellas, de manera constante, continua, machacona si se quiere, se nos enseña que Dios juzga a individuos, generaciones y pueblos.
Como indica Pablo,
“la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que obstaculizan la verdad con injusticia” (
Romanos 1:18). Me consta que para muchos hablar de la ira de Dios es intolerable y que incluso se suele alegar que es un sentimiento demasiado humano para encajar en la divinidad. La verdad es que nunca he comprendido por qué se puede negar la ira de Dios y, a la vez, afirmar el amor de Dios como si éste no fuera también un sentimiento demasiado humano, pero no nos distraigamos.
La enseñanza de la Biblia es que
“a los que contienden y no obedecen a la verdad, sino que más bien obedecen a la injusticia, les vendrán ira e indignación, tribulación y angustia, sobre toda alma humana que obra el mal, del judío, en primer lugar, y también el gentil, porque con Dios no hay acepción de personas” (
Romanos 2:8-11). Ese juicio de Dios, por supuesto, sobreviene también sobre sociedades como deja de manifiesto, por ejemplo, el llanto de Jesús sobre Jerusalén al comprender que su juicio era inevitable por su pecado y por su negativa a arrepentirse (
Lucas 19:41-44).
Sin duda, no es la parte de la predicación más agradable (¡mucho menos simpática!), pero resulta indispensable. No sólo nuestros vecinos deben recibir el mensaje del juicio de Dios, sino también la sociedad en la que vivimos.
Hace un tiempo, fui invitado por un congreso evangélico local a pronunciar una ponencia sobre un tema relacionado más o menos cercanamente con la política. Recuerdo que centré mi ponencia en apuntar al hecho de que nuestra querida sociedad española iba acumulando de manera colectiva motivo tras motivo para ser objeto del juicio de Dios y que éste acabaría produciéndose.
Los organizadores del evento –no sé si de manera individual o colegiada– impidieron que la ponencia se pronunciara, pero, al fin y a la postre, apareció en Internet y, con seguridad, se difundió mucho más de lo que hubiera sucedido en aquel marco bastante limitado. Pero todo aquello es muy, muy secundario.
En realidad,
lo esencial es que España, como nación, ha ido acumulando causa tras causa para recibir el juicio de Dios y que, sin arrepentimiento, no podrá eludirlo como no ha podido ninguna sociedad a lo largo de la Historia. Ese anuncio de juicio debe formar parte de nuestra predicación a menos que estemos convencidos de que Dios va a pedir disculpas a Sodoma y Gomorra un día de éstos.
Gracias a Dios, como tendremos ocasión de ver en las próximas semanas, nuestra predicación no concluye aquí.
CONTINUARÁ
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