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Hace treinta años

No me cabe la menor duda de que para millones de españoles el año 1977 estará vinculado de manera especial a las primeras elecciones democráticas. No es mi caso y no lo es no sólo porque no tenía edad para votar y los acontecimientos me pillaban un poco de refilón, sino, fundamentalmente, porque aquel año tuvo para mí un significado más importante. Me refiero a mi conversión. He narrado en distintas ocasiones – en prensa escrita y secular la última y hace sólo unos meses – como tuvo lugar y no v
LA VOZ AUTOR César Vidal Manzanares 23 DE AGOSTO DE 2007 22:00 h

El conflicto espiritual se acabó resolviendo gracias al estudio del Nuevo Testamento en griego y, especialmente, al de la carta a los Romanos. No conocía yo entonces ninguna iglesia evangélica, pero las afirmaciones paulinas de que la salvación era por la fe y no por las obras de la ley (Romanos 3, 19-26) me parecieron de una claridad y de una solidez indiscutibles. En treinta años, no han dejado de serlo un solo instante y, precisamente por eso, cuando, en agosto de 1977, descubrí una asamblea donde la gente creía lo mismo no tuve ningún problema en sentirme uno de ellos y en integrarme totalmente. Había terminado mi búsqueda.

No voy a idealizar lo que eran las iglesias evangélicas en aquel entonces. Precisamente porque las conocí soy consciente de sus defectos y de sus carencias. No lo soy menos de las limitaciones que planteaba la sociedad para los evangélicos.

Por ejemplo, la presencia en los medios de comunicación era muy escasa salvo excepciones notables como los programas radiofónicos de Monroy que, a mi juicio, eran excelentes en su brevedad y que nunca supe por qué dejaron de emitirse.

Por ejemplo, era raro que se hiciera referencia a nosotros en un periódico y, por regla general, era para disparatar y poniendo de manifiesto una ignorancia pasmosa.

Por ejemplo, la aplastante mayoría de la población no distinguía a un evangélico – no digamos a un bautista o un pentecostal – de un testigo de Jehová, un adventista o un pepino.

Por ejemplo, las iglesias solían ser un tanto tímidas y restringían la evangelización al ámbito de las personas cercanas siquiera porque no se sabía cómo iba a actuar la policía ante media docena de personas repartiendo folletos.

En todos esos aspectos, los avances han existido, pero de manera muy reducida. El mayor grupo mediático de la nación nos sigue calificando como secta (y no es el único) con relativa frecuencia; hay más programas de radio, pero no tengo la sensación de que con un impacto muy superior al de entonces; se transmite un culto de Navidad por TVE, pero la inmensa mayoría de la gente sigue sin saber qué son los evangélicos y ahora nos enteramos de que los mormones y los testigos de Jehová tienen “notorio arraigo” cada uno por su cuenta mientras que no lo tienen por separado los hermanos, los reformados o los bautistas.

¿Qué quieren mis hermanos que les diga? Puestos a escoger me quedo con aquello...

Es verdad que era raro que nos recibiera un alcalde –aunque por esa época existió el primer alcalde evangélico de España al que Monroy entrevistó en Restauración, por cierto– pero en una iglesia de quinientos miembros asistían más de siete al culto de oración de entre semana, experiencia amarga que yo viví durante meses en alguna congregación que, por amor cristiano, no voy a identificar.

Es verdad que los medios eran muy escasos, pero no existían pastores y diáconos que se declaraban favorables al matrimonio de homosexuales en flagrante violación de las enseñanzas de la Biblia.

Es verdad que los locales eran muy modestos (más o menos como la mayoría actualmente), pero a nadie se le hubiera ocurrido afirmar que los adventistas eran evangélicos y mucho menos darles entrada en una federación evangélica.

Es verdad que no había tanta gente empeñada (por cierto con escasa repercusión) en tener un eco mediático, pero ningún hermano hubiera sido atacado por otro por sus posiciones políticas o por no plegarse a la dictadura de lo políticamente correcto, siquiera porque nadie estaba afiliado a ningún partido, porque de haberlo estado jamás hubiera antepuesto el programa del mismo al Evangelio y porque la dictadura de lo políticamente correcto no se había constituido.

Es verdad que las mujeres tenían una participación menor en ciertos aspectos de la vida de la iglesia (pero la tenían y mucha. En la mía, por ejemplo, casi monopolizaban determinadas áreas de la enseñanza) y, por supuesto, nadie suscribía los disparates del feminismo y de la ideología de género, pero las familias eran mucho más estables y las separaciones constituían un fenómeno rarísimo y ningún pastor hubiera escrito que la iglesia debe estudiar si una pareja de novios puede irse a vivir juntos sin casarse previamente.

Es verdad que no eran muchos los creyentes con estudios superiores, pero tampoco se daba en las iglesias un enfrentamiento lingüístico trasunto de los sufridos en algunas regiones españolas en las últimas décadas.

Es verdad que los medios escritos eran pocos, pero algunos eran aceptados por todos (sí, de nuevo, la referencia a Monroy es obligada y también lo es preguntarse por qué Restauración y Primera luz dejaron de publicarse).

Es verdad que la pobreza tecnológica del país era obvia, pero la Biblia era mucho más leída, estudiada y respetada en nuestras iglesias que actualmente. Es verdad que las instituciones docentes eran menos – tampoco son tantas ahora ni rebosan de estudiantes precisamente – pero a nadie se le hubiera ocurrido cuestionar la veracidad e inerrancia de las Escrituras y menos desde un púlpito.

Es verdad que, a diferencia de ahora, había que luchar contra la obligatoriedad de la asignatura de religión, pero a nadie, absolutamente a nadie, se le hubiera pasado por la cabeza respaldar una asignatura como la de Educación para la Ciudadanía donde, a partir de los tres años, se enseñará a las criaturas, entre otras lindezas, lo normal que es la existencia de matrimonios homosexuales.

Es verdad que existían menos comités, consejos y demás entes donde agruparse los mismos pastores, ex pastores y recontrapastores, pero las vocaciones al ministerio – vocaciones desinteresadas en las que jamás se preguntaba lo que se iba a cobrar o donde se iba a servir – eran más y, por cierto, tengo que felicitar por enésima vez en el día de hoy a Monroy por su artículo al respecto de la semana pasada.

Insisto. Nadie me lo ha contado. Yo conocí aquellas iglesias. Fui bendecido con sus aspectos buenos, algunos excelentes, y sufrí indeciblemente los malos, pero con todas las excepciones y los matices que se quiera aducir, no creo pecar de nostálgico ni falto a la verdad si afirmo que, por lo general, eran más sólidas espiritualmente, más enraizadas en la Biblia y más sanas moralmente que las actuales.

Por eso, al recordar aquellos años, no puedo evitar experimentar una sensación muy agridulce. De gratitud por todo lo que el Señor nos ha dado; de pesar, por todos los caminos erróneos que hemos seguido –y continuamos transitando– pudiendo haberlo hecho mucho mejor, y de inquietud por el futuro porque –y digo esto con temor y temblor– no me cabe la menor duda de que o se produce un arrepentimiento general, un regreso firme a la Biblia con todas sus consecuencias, o lo que ahora son simples manifestaciones aisladas de apostasía irán adquiriendo un carácter generalizado hasta acabar por leudar toda la masa.

Pero de eso, si mis hermanos me lo permiten, escribiré al regreso de las vacaciones.

CONTINUARÁ
 

 


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