Inicialmente, Pedro había aceptado sin ningun problema, en régimen de completa igualdad, a los cristianos de origen gentil e incluso había comido con ellos a pesar de que no guardaban los preceptos de la ley de Moisés relativos a los alimentos puros e impuros (2, 11-12). Al comportarse de esa manera, Pedro seguía fundamentalmente las conclusiones a las que había llegado cuando se produjo la conversión del centurión Cornelio y mantenía coherentemente el principio que consistía en afirmar que la salvación derivaba de la fe en el mesías y no de cumplir la mey mosaica, principio defendido también por Bernabé y Pablo. Sin embargo, se produjo entonces una circunstancia que alteró sustancialmente el panorama:
“pero después que vinieron, dio marcha atrás (Pedro) y se apartó, porque tenía temor de los de la circuncisión. Y en su simulación participaron también los demás judíos, de manera que incluso Bernabé se vio arrastrado por su hipocresía” (2, 12-13)
En otras palabras,
Pedro - que había sido un verdadero precursor de la entrada de los no-judíos en el seno del cristianismo - había cedido en un momento determinado a las presiones de algunos judeo-cristianos y había abandonado la práctica de comer con los hermanos gentiles. Aquella conducta - que Pablo califica de hipócrita - había tenido nefastas consecuencias de las cuales no era la menor el hecho de que otros decidieran actuar también así pese a que les constaba que tal conducta era inaceptable. La reacción de Pablo ante ese comportamiento que vulneraba los principios más elementales del Evangelio había sido fulminante :
“... cuando vi que no caminaban correctamente de acuerdo con la verdad del evangelio dije a Pedro delante de todos: ¿porqué obligas a los gentiles a judaizar cuando tu, pese a ser judío, vives como los gentiles y no como un judío? Nosotros, que hemos nacido judíos, y no somos pecadores gentiles, sabemos que el hombre no es justificado por las obras de la ley sino por la fe en Jesús el mesías y hemos creido asimismo en Jesús el mesías a fin de ser justificados por la fe en el mesías y no por las obras de la ley ya que por las obras de la ley nadie será justificado” (2, 14-16)
Con un valor que hoy resultaría difícil de concebir en situaciones equivalentes, Pablo había reprendido públicamente a Pedro acusándolo de actuar con hipocresía y contribuir con ello a desvirtuar el mensaje del Evangelio. Para él, era obvio que la justificación no procedía de cumplir las obras de la ley sino, por el contrario, de creer en Jesús el mesías. Precisamente por ello, el someter a los gentiles a un comportamiento propio de judíos no sólo era un sinsentido sino que contribuiría a que éstos creyeran que su salvación podía derivar de su sumisión a la ley y no de la obra realizada por Jesús.
Algunas personas – especialmente católicos sin mucha formación – manifiestan su perplejidad ante el hecho de que la salvación pueda derivar de la fe. Semejante estupor arranca de identificar a la fe con una especie de obra y de considerarla, por lo tanto, escasa para adquirir la salvación.
Semejante punto de vista – como tendremos ocasión de ver – parte de no comprender en absoluto el mensaje de salvación expuesto no sólo por Pablo sino, en general, por todos los apóstoles. Porque el tema en si no es si se puede adquirir la salvación aportando obras o aportando fe, o una suma de ambas.
La cuestión de fondo es si la salvación es fruto del mérito humano o, por el contrario, un regalo que inmerecidamente Dios ofrece al ser humano.
Si el primer supuesto es el correcto, no cabe duda de que la salvación se obtiene por obras, pero si, por el contrario, la salvación es un don inmerecido, lo único que puede hacer el hombre es aceptarlo mediante la fe o rechazarlo. Para Pablo – que no creía en la salvación por obras, sino por la gracia a través de la fe - este aspecto resultaba tan esencial que no dudó en formular una afirmación, clara, tajante y trascendental, la consistente en señalar que si alguien pudiera obtener la salvación por obras no hubiera hecho falta que Jesús hubiera muerto en la cruz:
“... lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mi. No rechazo la gracia de Dios ya que si fuese posible obtener la justicia mediante la ley, entonces el mesías habría muerto innecesariamente” (2, 20-21)
La afirmación de Pablo resultaba tajante (la salvación se recibe por la fe en el mesías y no por las obras) y no sólo había sido aceptada previamente por los personajes más relevantes del cristianismo primitivo sino que incluso podía retrotraerse a las enseñanzas de Jesús. Con todo, obligaba a plantearse algunas cuestiones de no escasa importancia.
En primer lugar, si era tan obvio que la salvación derivaba sólo de la gracia de Dios y no de las obras ¿porqué no existían precedentes de esta enseñanza en el Antiguo Testamento? ¿No sería más bien que Jesús, sus discípulos más cercanos y el propio Pablo estaban rompiendo con el mensaje veterotestamentario ? Segundo, si ciertamente la salvación era por la fe y no por las obras ¿cuál era la razón de que Dios hubiera dado la ley a Israel y, sobre todo, cuál era el papel que tenía en esos momentos la ley ? Tercero y último, ¿aquella negación de la salvación por obras no tendría como efecto directo el de empujar a los recién convertidos - que procedían de un contexto pagano - a una forma de vida similar a la inmoral de la que venían ?
Las respuestas de Pablo las veremos en el siguiente artículo.
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