Es precisamente a esta altura de la carta, cuando Pablo expone de manera más detallada su doctrina sobre el poder civil. Por definición, los seguidores de Jesús deben sujetarse a las autoridades políticas y la razón fundamental es que el principio de autoridad deriva del mismo Dios (13, 1) y su misión es castigar el mal (13, 4).
A diferencia de determinadas ideologías políticas que ven en el Estado una institución perversa que sólo sirve para la opresión, Pablo cree que su existencia es indispensable y que por ello ha sido dispuesta por Dios. Sin embargo, el creyente debe ir más allá del mero cumplimiento de la ley civil, debe superar el estadio de buen ciudadano, debe sobrepasar lo que cualquier gobierno consideraría que es un súbdito ejemplar. Su conducta no debe limitarse a evitar males como el adulterio, el homicidio o el robo, sino que debe incluir el amor (13, 8-10).
Pablo no era hombre de palabras vacías o declaraciones grandilocuentes y jamás hubiera pensado que el amor no se asentaba en realidades muy concretas que algunos podrían parecerles triviales. Pero es que el amor – como ya había dejado claro en el himno de I Corintios 13 - no está referido a lejanos habitantes de un extremo del globo, sino a situaciones cotidianas. Ese amor ocasionalmente puede resultar difícil de vivir incluso en el seno de las comunidades cristianas donde los santos no son perfectos y no faltan los creyentes de conciencia escrupulosa empeñados en privarse de ciertos alimentos o en cumplir determinados días de fiesta. Como en el caso de los corintios, el apóstol insiste en aplicar una regla consistente en aceptar la renuncia a ciertos derechos legítimos para evitar causar daño a un hermano que sea débil espiritualmente.
5 Uno hace diferencia entre un día y otro día; otro considera que todos los días son iguales. Que cada uno tenga una opinión segura en su manera de pensar. 6 El que guarda un día, lo hace para el Señor: y el que no lo guarda, también actua así para el Señor. El que come, come para el Señor, porque da gracias a Dios; y el que no come, no come para el Señor, y da gracias a Dios. 7 Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. 8 Ya que si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos. 9 Porque el mesías para esto murió y volvió a vivir, para ser Señor tanto de los muertos como de los que viven... 13 Así que, no nos juzguemos más los unos a los otros: antes bien procurad no poner tropiezo u ocasionar escándalo al hermano. (Romanos 14, 5-9, 13)
Pablo dedica los últimos versículos de la carta para insistir en que desea llegar a Roma y, desde allí, continuar hasta España (15, 23), una gran estrategia misionera. Antes, sin embargo, debe llegar a Jerusalén con la ofrenda que las iglesias gentiles desean entregar a los judeo-cristianos de la comunidad original (15, 25 ss). Se trata de una misión importante para la que pide las oraciones de los creyentes romanos (15, 31).
Los párrafos de despedida de esta carta son los más extensos de todo el corpus paulino y, entre otras cosas, indican claramente hasta qué punto la acusación de misoginia dirigida contra Pablo choca totalmente con las fuentes históricas.
Prácticamente la mitad de personas mencionadas como colaboradores son, precisamente, mujeres, algo verdaderamente extraordinario si se tiene en cuenta la evolución del cristianismo posterior, pero, sobre todo, la época, una época en la que la mujer debía enfrentarse con multitud de tareas sin el respaldo de los adelantos técnicos de las últimas épocas y, por lo tanto, con una escasez pasmosa de tiempo, lo que, obviamente, no contribuía a que pensara en una posible emancipación como sucede en la actualidad.
Por si fuera poco, las mujeres citadas por Pablo no obedecían a una cuota caprichosa y políticamente correcta, sino que destacaban por sus propios méritos. De manera bien significativa, Pablo recomienda incluso a una hermana en la fe llamada Febe que desempeñaba en la comunidad de Cencreas unas funciones que lo mismo podían ser las de diaconisa que las de presbítera (Romanos 16, 1).
Desde luego, resulta difícil negar que, como les había escrito a los gálatas, en Jesús el mesías ya no había judio ni griego, hombre o mujer, esclavo o libre. Precisamente esa unidad de la fe por encima de orígenes o extracción era lo que Pablo deseaba afirmar en su viaje a Jerusalén llevando la colecta de las comunidades gentiles.
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