Personas que han perdido a familiares, que se encuentran privadas de un miembro, que descubren que su vida no podrá ser como antes, deben ser objeto de una atención especial, una atención que les lleve a no rendirse ante el dolor, una atención que les muestre que existen motivos para la esperanza.
Una conducta de ese tipo es la que encontramos, por ejemplo, en Santiago 5, 1 ss. En la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén abundaban los necesitados y, aprovechando la revuelta situación que padecía el país, no eran pocos los empleadores que decidían no pagar a sus asalariados e incluso retener su salario. Era una conducta vil que recaía, de manera inmerecida e injusta, sobre gente que no podía defenderse. Santiago insta a la paciencia a los creyentes que se encuentran en esa situación (v. 7), algo que – me temo – chocaría con ciertas visiones políticas, pero, a la vez, les proporciona un claro consuelo. Pase lo que pase con esa situación, Dios no dejará de hacer justicia (5, 7). Los que han dado muerte a inocentes que no se han resistido, los que actúan de una manera que contradice las reglas más elementales de la convivencia entre seres humanos no escaparán del juicio de Dios (5, 7). Esa seguridad de que, hagan lo que hagan los hombres, el Señor aplicará su justicia es lo que permitirá afianzar los corazones (5, 8).
Este mensaje de Santiago no pretende ser original. A decir verdad, repite unas enseñanzas muy claras de la Escritura, la de que Dios es justo, la de que no pasará por alto el mal, la de que las riendas de la Historia están en Sus manos y la de que ejecutará Su juicio sobre los que violan unas normas eternas grabadas en el corazón de los hombres. David había ya indicado siglos antes – y sabía de lo que hablaba – que los malhechores serían destruidos (Salmo 37, 9) y que, de manera quizá sorprendente, un día se observaría el lugar que ocupaban para contemplar que no quedaba nada (37, 11). En buena medida, la Historia de la Humanidad constituye una repetición de ese principio de justicia cósmica. Los que una vez parecieron victoriosos, aquellos sin los que no se concebía la realidad política, los que derramaron la sangre de los demás acaban desapareciendo y con el paso del tiempo, poco importa que su nombre fuera Nabucodonosor o Baltasar, Napoleón o Lenin, Hitler o Stalin, Mao o Pol Pot (Salmo 53, 5).
A las víctimas del terrorismo debe anunciárseles que, por fortuna, su esperanza no descansa sólo en lo que puedan decidir otros hombres. Lamentablemente, en algunas ocasiones, éstos pueden renunciar a hacerles justicia considerando, de manera indecente, inmoral y vil, que son más importantes otras consideraciones de interés personal. Pueden desoír las lágrimas de las viudas y de los huérfanos (Isaías 1, 23) e incluso sentarse al lado de los asesinos. Conductas semejantes constituyen un ejemplo de hasta donde puede traicionar el ser humano los principios más elementales de la justicia por su propia conveniencia, pero, como nos muestran episodios como el de la viña de Nabot (I Reyes 21), Dios jamás pasa por alto esos comportamientos. Por añadidura, esa circunstancia, de darse, nunca debería arrastrar a las víctimas al desánimo. En Dios está su esperanza más real, una esperanza que les asegura la justicia, la compasión y la ayuda para seguir y restaurar una vida cruelmente golpeada.
Y ahora pasemos a los terroristas.
(CONTINUARÁ)
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