Hemos tratado ya las diferentes escuelas religiosas (o sectas) judías para examinar lo que tenían de distintivo y en qué medida se podían relacionar con el movimiento originado en Jesús de Nazaret. Así, tras haber comenzado por los escribas, fariseos y saduceos (que aparecen en las páginas del Nuevo Testamento) vimos a los esenios y la secta de Qumrán, para pasar luego a los zelotes.
Cuando uno concluye el examen de las sectas judías en la época de Jesús, no debería caer en el error de pensar que las mismas representaban a la mayoría de la población. De hecho, y si hemos de creer en el testimonio de las fuentes, las mismas no pasaban de ser minorías bien constituidas, cuyos miembros rara vez superaban algunos millares.
Igual que constituye un error de bulto identificar a los profesantes de una religión determinada con las opiniones de la escuela teológica de moda, no lo es menos el pensar que todos los judíos de la época de Jesús se hallaban encuadrados en algunos de los grupos someramente descritos en este capítulo. Si hemos de ser sinceros, tenemos que confesar que la inmensa mayoría quedaba fuera de los mismos. De mayor importancia incluso que las diferentes sectas que encontraban cabida en el seno del judaísmo del Segundo Templo fueron, sin duda, las instituciones religiosas.
LAS GRANDES INSTITUCIONES JUDÍAS
Sin duda
las principales fueron el Templo de Jerusalén, el Sanhedrín y la sinagoga. Y (aunque no sea en sí una institución) trataremos por su valor e influencia en el pueblo judío el concepto de
esperanza mesiánica.
Mientras que no todos los judíos pertenecían, como ya vimos, a una secta (posiblemente, lo contrario sería lo cierto),
estas instituciones sí afectaban la vida de, prácticamente, todo Israel entendiendo como tal no sólo el que vivía en tierra palestina sino los más de dos tercios de sus hijos cuyo hogar material se encontraba fuera de la misma, en lo que, convencionalmente, recibía el nombre griego de "Diáspora" y los hebreos de "gola" y "galut".
Estas tres instituciones correrían una suerte diversa. El Templo, de importancia esencial en la época de Jesús, sería arrasado, como ya vimos, por las tropas romanas de Tito creando con ello un dilema espiritual a Israel. Desde el año 70 d. de C., y salvo un intento fallido del emperador Juliano el apóstata, no se ha pretendido ni realizado su reconstrucción.
El Sanhedrín, tal y como lo conoció Jesús, desaparecería momentáneamente tras la catástrofe del año 70 d. de C.
Sólo la sinagoga permanecería para convertirse en foco no sólo de la vida religiosa sino también social de los judíos en los siglos siguientes.
Hemos incluido al final de este capítulo también un pequeño excursus sobre la esperanza mesiánica. La misma, obviamente, no era una institución pero casi tenía valor de tal entre los judíos. Con la excepción de los saduceos, puede decirse que todos creían en ella, aunque su creencia no era, ni lejanamente uniforme.
A esta variedad, siquiera someramente, nos referiremos porque nos permitirá entender la visión concreta que del mesías tuvieron Jesús y sus primeros discípulos.
EL TEMPLO
Para los judíos de la época de Jesús, el Templo constituía el único lugar donde Dios podía ser adorado de una manera correcta y verdadera. Por supuesto, las casas y las sinagogas eran lugares de oración, pero la adoración estricta, conforme a la Ley, tenía como sede el Templo. El que conocieron Jesús y sus discípulos era uno de los edificios mayores de todo el Imperio - quizá el mayor fuera de la Roma imperial -y había sido iniciado por Herodes el Grande el año 20 a. de C., en un intento de congraciarse con los judíos. La obra de construcción duró décadas. Jesús no llegó a verlo terminado porque, de hecho, los trabajos - que daban empleo a multitud de personas - sólo concluyeron el año 64 d. de C., poco más de un lustro antes de ser destruido por los romanos.
De área rectangular, más ancho por el norte que por el sur, se hallaba situado sobre el monte Moria, una colina enclavada en el lado inferior u oriental de Jerusalén, en el lugar donde, según la tradición, Abraham había llevado a su hijo Isaac para ser sacrificado. El Templo se hallaba rodeado de murallas con almenas pero desconocemos con precisión donde estaban situadas las puertas que, al menos, fueron cinco. Entrando por la puerta sur, en poniente, uno se encontraba, en primer lugar, con el patio de los gentiles, denominado así porque en el mismo podían estar los no-judíos.
A una altura de algo más de un metro de este patio se hallaba el santuario. En el mismo no podía entrar los no-judíos como muestran las fuentes antiguas. Con todo, sí tenían la posibilidad de ofrecer, mediante los sacerdotes judíos, sus ofrendas a Dios. A este patio se accedía a través de nueve puertas. Desplazándonos de oriente a poniente, se encontraba el patio de las mujeres (al que podían pasar las mujeres judías pero sin traspasarlo), el patio de Israel (donde podía penetrar todo varón israelita con la edad adecuada y tras purificarse debidamente) y, separado por una balaustrada baja, el patio de los sacerdotes. Esta última división tenía al frente el altar de los holocaustos donde, diariamente, realizaban sus sacrificios los sacerdotes.
El Templo, en un sentido estricto, se dividía en el lugar santo (donde estaba el altar del incienso, una mesa para el pan de las proposiciones y el candelabro de oro con siete brazos) y el santísimo, que estaba separado del anterior mediante una cortina ricamente bordada. En el interior no había muebles ni, por supuesto, imágenes por cuanto el Decálogo prohíbe la realización de las mismas y el rendirles culto (Exodo 20, 4-5) (el romano Pompeyo cuando entró en su interior se sorprendió precisamente de lo vacío del lugar), sólo existía una piedra grande sobre la cual el Sumo sacerdote colocaba el incensario de oro una vez al año, el Día de la Expiación. Sólo en ese día y sólo al Sumo sacerdote le estaba permitido entrar en el lugar.
El servicio del Templo se hallaba bajo el control único de los sacerdotes y se realizaba diariamente. Cada mañana y cada tarde, se ofrecía un holocausto en favor del pueblo consistente en un cordero macho de un año, sin mancha ni defecto, acompañado por una ofrenda de comida y otra de bebida, quema de incienso, música y oraciones.
El acceso al sacerdocio sólo estaba permitido a los descendientes de Aarón, el hermano de Moisés, y sus genealogías se custodiaban con esmero precisamente para evitar las intrusiones indeseadas. Esto implicaba asimismo la existencia de unas reglas muy estrictas para contraer matrimonio. Como ayudantes, los sacerdotes contaban con la ayuda de los levitas que se dedicaban a tareas accesorias relacionadas con el servicio del Templo.
Como institución, el Templo se mantenía mediante un sistema de contribuciones muy bien elaborado que iba desde los diezmos a tributación especial y ofrendas relacionadas con el rescate de los primogénitos varones, etc. En tiempos de Jesús constituía un auténtico emporio comercial.
En el próximo artículo trataremos “
Jesús, el Templo y las fiestas judías”
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