El siglo XV estuvo caracterizado entre otros aspectos de relieve por un sentimiento de creciente crisis en el seno de la Iglesia católica. Durante aquellas agitadas décadas, la corte papal se trasladó de Roma a Avignon para satisfacer los intereses de los reyes de Francia, se produjo el denominado cisma de Occidente –en virtud del cual existieron simultáneamente dos papas que se excomulgaban entre sí y que se presentaban como el único pontífice legítimo– fracasaron los intentos por restaurar la unidad entre el papado y el patriarca de Constantinopla pese a la amenaza turca que terminó aniquilando Bizancio en 1453 y se multiplicaron las voces de aquellos que, como John Wycliffe o Jan Huss, deseaban una reforma en profundidad de la iglesia no sólo en el ámbito moral sino también en el teológico.
No resulta extraño que en un contexto tan crispado como el del s. XV los mejores teólogos de Occidente sostuvieran la tesis de la superioridad del concilio general sobre el Papa (¿quién podía asegurar que el Papa no podía convertirse en un hereje tras antecedentes en ese sentido como los de Honorio o Vigilio?) o que se iniciaran los primeros intentos de publicar textos críticos del Nuevo Testamento en su lengua original.
Desde luego, si algo parecía indiscutible a finales del s. XV era que la Iglesia necesitaba una reforma, que ésta tenía que operarse en profundidad y que el momento de su inicio no podía verse retrasado indefinidamente. Una posición de ese cariz era defendida por personajes que iban de Lorenzo Valla a Erasmo, de Tomás Moro a Luis Vives, de Cisneros a Isabel la católica.
LA FIGURA DE LUTERO
Sin embargo, la Reforma iba a quedar indisolublemente ligada a la figura de Lutero. Éste nació en 1483 en Eisleben, Alemania. Su padre, de origen campesino, trabajaba en las minas y, según testimonio de Martín, era partidario de una severa educación que, no pocas veces, se traducía en castigos corporales. Esa misma norma, también según los recuerdos de Lutero, se mantuvo en la escuela y, a juzgar por sus propias palabras, debió dejar no escasa huella en su carácter.
Durante el verano de 1505, Martín fue sorprendido por una tormenta y en medio de los rayos, aterrado por la perspectiva de la muerte y del castigo eterno en el infierno, prometió a santa Ana en oración que si lograba escapar con bien de aquel trance se haría monje. Así fue y, como el mismo Lutero confesaría tiempo después, en ello influyó no sólo la promesa formulada a la santa sino también el deseo de escapar de un hogar demasiado riguroso y de los deseos de su padre, que pretendía que cursara los estudios de derecho. Éste se sintió muy contrariado por la decisión del joven, pero no pudo impedirla.
El ambiente que Lutero encontró en el monasterio constituía una acentuación del espíritu católico de la Baja Edad Media. Éste se resumía en un énfasis extraordinario en lo efímero de la vida presente (algo que había quedado más que confirmado mediante episodios como las epidemias de peste o la Guerra de los Cien Años) y en la necesidad de prepararse para el Juicio de Dios, del que podía depender el castigo eterno en el infierno o, aún para aquellos que fueran salvos, los tormentos prolongadísimos del Purgatorio.
Esta cosmovisión convertía lógicamente los años presentes en un simple estadio de preparación para la otra vida y contribuía a subrayar la necesidad que cada ser humano tiene de estar a bien con Dios.
Lutero comenzó a padecer las consecuencias de esta perspectiva al poco tiempo de entrar en el monasterio. Tras pronunciar sus votos y ser elegido por sus superiores para que lo ordenaran sacerdote, su primera misa se convirtió en una experiencia aterradora al reflexionar que lo que estaba ofreciendo en ella era al mismo Jesucristo.
Esta sensación se fue agudizando progresivamente a medida que Lutero captaba en profundidad los engranajes del sistema católico de salvación. De acuerdo con éste, la misma estaba asegurada sobre la base de realizar buenas obras y de acudir a la vez al sacramento de la penitencia de tal manera que, tras la confesión, quedaran borrados todos los pecados. Para los católicos de todos los tiempos que no han sentido excesivos escrúpulos de conciencia, tal sistema no tenía porqué presentarse complicado, ya que el concepto de buenas obras resultaba demasiado inconcreto y, por otro lado, la confesión era vista como un lugar en el que podía hacerse borrón y cuenta nueva con Dios.
Sin embargo, para gente más escrupulosa, como era el caso de Lutero,
el sistema estaba lleno de agujeros por los que se filtraba la intranquilidad. En primer lugar, se encontraba la cuestión de la confesión. Para que ésta fuera eficaz resultaba indispensable confesar todos y cada uno de los pecados pero, ¿quién podía estar seguro de recordarlos todos?Si alguno era olvidado, de acuerdo con aquella enseñanza, quedaba sin perdonar y si ese pecado era además mortal el resultado no podía ser otro que la condena eterna en el infierno.
En segundo lugar, Lutero comprobaba que las malas inclinaciones seguían haciéndose presentes en él pese a que para ahuyentarlas recurría a los métodos enseñados por sus maestros, como podían ser el uso de disciplinas sobre el cuerpo, los ayunos, la frecuencia en la recepción de los sacramentos, etc.
Cuando su director espiritual le recomendó que leyera a los místicos, Lutero encontró un consuelo pasajero pero, finalmente, éste acabó también esfumándose. Fue entonces cuando su superior decidió que quizá la solución podría derivar de un cambio de aires espirituales. El ambiente del monasterio era muy estrecho y podía tener efectos asfixiantes sobre alguien tan escrupuloso como Lutero. Quizá la solución estaría en que dedicara más tiempo al estudio y en que después se dedicara a labores docentes que le pusieran en contacto con un mundo más abierto.
PROFESOR EN WITTENBERG
Así, se le ordenó que se preparara para enseñar Sagrada Escritura en la universidad de Wittenberg. En 1512 Lutero se doctoró en teología y por aquella época debía contar con un conocimiento nada despreciable de la Biblia. Precisamente
fue el contacto con el texto sagrado el que empezó a proporcionarle una vía de salida a angustias de los últimos años. Ya en 1513, cuando enseñaba los Salmos con una perspectiva cristológica, se percató de los sufrimientos psicológicos de Cristo y aquel descubrimiento le reportó un notable consuelo en la medida en que podía encontrar una cierta solidaridad entre sus padecimientos y los de Jesús.
Con todo,
el gran paso lo dio en 1515 cuando enseñaba como teólogo católico la epístola de Pablo a los romanos. Esta epístola es, en buena medida, un desarrollo de la dirigida a los Gálatas. En ella, el apóstol Pablo insiste –de manera más desarrollada y amplia– en el hecho de que la salvación nunca puede derivar de las propias obras, sino que es un regalo que Dios hace al ser humano por su gracia y que éste puede recibir sólo mediante la fe en el sacrificio expiatorio que Cristo realizó en la cruz.
Pero este aspecto lo veremos en el siguiente artículo de esta serie (que se compone de cuatro artículos en total)
Si quieres comentar o