La comparación, enormemente dispar, del relato de Adán y Eva con las cosmogonías antiguas más influyentes o con los relatos griegos más extendidos, da cuenta de la actitud que el Dios bíblico mostraría desde el principio de los tiempos hacia el llamado sexo débil.
Es cierto que las cartas del apóstol Pablo aparentan ser misóginas desde un análisis superficial realizado desde el Occidente del siglo XXI. Sin embargo, hemos visto que en realidad sus escritos defendían la dignidad y derechos de la mujer como pocas personas se atrevieron a hacer por entonces. Hasta tal punto fue así que a muchos varones cristianos no les sería fácil asumir nuevas actitudes de consideración y amor hacia sus esposas tal y como Pablo preconizaba, y que chocaban de bruces con los modelos sociales de su tiempo.
No obstante, la revolución bíblica tuvo su cenit con la llegada del Mesías. Desde entonces, los cristianos hemos sido llamados a seguir las enseñanzas de Jesús y a rechazar las costumbres sociales que no concuerden con el evangelio revelado, pues
“¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas?” (2 Corintios 6, 14).
Por esta razón, los aspectos transgresores mostrado por Cristo en pos del género femenino deben ser tomados como un inflexible punto de partida para que cada generación de creyentes desarrolle esta responsable labor consistente en traer cada vez más luz, dignidad y justicia.
Si no lo hiciéramos así, recibiríamos con agrado el filamento incandescente de la luz de Cristo a la vez que incurriríamos en el contradictorio error de decirle “
no” a cualquier tentativa de invento y desarrollo de la lavadora, el tren, el coche, la nevera… Seguiríamos pasando hambre y frío sentados frente a la tenue luz de una sencilla bombilla empeñada en congelar la profecía dada del mismo Cristo, quien anunciaba que, por la gracia de Dios, todo
“el que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará” (Juan 14, 12).
Pero si continuamos desarrollando el sublime espíritu liberador sembrado por Jesús y continuado por Pablo, podemos soñar con que en esta imperfecta tierra cada vez existirán más mujeres y hombres que ocupen el lugar al que Dios les ha llamado con toda naturalidad y sin mutilaciones por razón de raza, sexo o nacionalidad, sabiendo que
“ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3, 28).
El que la cultura occidental sea, con diferencia, el contexto en el que la mujer esté más dignificada y respetada como tal tiene mucho que ver –como hemos visto en esta serie de seis artículos- con el legado de Jesucristo, su Evangelio y las cartas de Pablo ¿Iremos ahora en las iglesias hacia atrás en estos legados evangélicos? Es evidente que el cristiano debe defender el inmovilismo de todos los principios bíblicos.
El problema surge cuando las arraigadas tradiciones centenarias dificultan el continuo reto reformista de agarrarnos a la revelación liberadora del Espíritu al mismo tiempo que nos sacudimos aquello que es circunstancial, externo y que golpea al viejo hombre.
ACCIÓN DE AMOR, NO DE DOLOR
En un debate televisivo, hablaban acerca de la pornografía y de la apertura a la libertad sexual tras la dictadura de Franco. Una de las chicas presentes en el debate, actriz porno, afirmaba con orgullo que “
como en aquella época nos reprimieron, ahora nos toca a nosotros desfogarnos”. Sus palabras evidenciaban un estado vital más de revancha y desmesura que de planteamiento sereno basado en la supuesta libertad conquistada. Sin embargo, hay diferencia entre acción y contrarreación, siendo esto último bastante peligroso.
Y es que la mujer está llamada a que no sea el odio o el despecho, sino el amor y la verdad lo que propulse la búsqueda de libertad y realizaciones. Pero cuando la motivación para la lucha surge de las heridas y el rencor, los pasos dados nunca serán realmente liberadores. Todo hombre y mujer cristianos estamos llamados a ser ejemplo de búsqueda de justicia, y esto incluye el destierro de los cortapisas que bloquean los talentos que el Espíritu Santo ha dado a mujeres, y que dicho sea de paso, en muchos casos es fácil comprobar como éstos superan a los de muchos hombres que hoy están puestos en cargos de responsabilidad eclesiástica.
Aplicar un estilo de vida postindustrial heredado de la sociedad del siglo XIX o de la Roma del siglo I para revestirlo de supuesta enseñanza bíblica que justifica el dominio masculino es un error.
Es el deseo de quien creó a ambos sexos a su imagen y semejanza que cada uno de nosotros ocupe el lugar que nos corresponde conforme a nuestros dones, llamamiento, capacitación, misericordia de Dios, momento de vida y corazón, y no que ocupemos un lugar en función de roles sexuales que han maldecido a la mujer durante milenios, tal y como la Biblia misma ya nos advirtió que ocurriría desde el comienzo de los tiempos (Génesis 3, 16).
Tienen verdad las palabras de Séneca, pensador hispánico contemporáneo del apóstol Pablo, cuando afirma que “
no nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles, pero son difíciles porque no nos atrevemos a hacerlas”.
Gracias a Dios, hemos nacido de nuevo en un Reino de justicia y de paz, en un Reino sobrenatural en el que todos, sin distinción alguna, estamos llamados a
“someternos los unos a los otros” (Efesios 5, 21), pues en Cristo
“todos somos sacerdotes” (Apocalipsis 1, 6) llamados a regenerar, bendecir y caminar en un crecimiento liberador que no tiene fin, pues
“si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; y he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5, 17).
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