Y es que hay algo -o mucho- dentro de cualquiera de nosotros que se empeña en insistir que no todo se reduce a átomos y a leyes físicas. Algo o alguien pretende convencernos de que tanta belleza en derredor no es la tapadera de un cosmológico fraude. Algo o alguien nos invita a sospechar de que tras lo visible hay más. Mucho más.
Afirmar que la teoría de la evolución no es más que un montón de gases que salen de la nada y que, de forma azarosa, acaban convirtiéndose en personas no deja de ser una colosal afirmación de fe. Pero una fe en la casualidad e incluso en el vacío, por lo que no es otra cosa que la misma razón la que nos invita a sospechar (los animales no lo hacen) que nuestra capacidad para creer se debería aplicar a algo más sublime, con sentido y más liberador que la propia nada.
No podemos ignorar que todos ejercemos fe y que lo único que cambia es el objeto de la misma.
Tal y como rezan los tópicos de las grandes preguntas de la humanidad, lo que nos angustia es la falta de respuesta ante el innato deseo de conocer hacia dónde vamos. Ante este interrogante antiguo,
pensar que el movimiento de los astros o que el día de nuestro nacimiento pueden darnos la clave no deja de ser una angustia de clase B. Angustia que se convierte en procesión que va por dentro cuando ésta se da en estos días en los que la muerte se ha erigido en tabú de una sociedad que dice ser libre cuando te invita a actuar como si fueses a vivir eternamente. Por eso, cuando realmente aspiramos a lo auténtico y a lo trascendente es cuando no nos convence la apuesta consistente en depositar nuestra confianza en los movimientos interplanetarios.
Tal planteamiento no acaba de llenarnos, y menos aún cuando la astrología nos insinúa que detrás de esos guías cósmicos orbitantes no existe nadie, haciendo que de repente el horóscopo nos susurre que nos quedamos solos. Es entonces cuando el “
¿quiénes somos?” se suma al hedor del eco martilleante de su hermano mayor: el “
¿a dónde vamos?”
No es difícil deducir que la astrología es una dama que no casa con lo sublime y que se convierte en esperanza adúltera que nos abandona, dejándonos
cornudos, cual símbolo de Tauro o Capricornio, mientras yacemos cautivos de las deshumanizadas leyes que rigen el universo con absurda sabiduría azarosa.
Es entonces cuando resulta fácil escuchar el alarido de cabra del abismo existencial creado por el Zodiaco sin ni siquiera haber dado el paso siguiente que nos hace plantearnos si la astrología tiene algo de cierto.
Lo triste aquí es que uno ya puede estar confuso sin todavía haber interrogado a aquellos pensamientos acerca de las contradicciones albergadas entre las infinitas predicciones futuristas que en la ciudad se ofrecen por doquier. En este punto ya estamos cansados de vacío, y todavía no hemos llegado al escalón donde se sienta la pléyade de espabilados que se forran gracias a la desesperación de los desorientados clientes consultores. Ni nos hace falta entrar en ese tema, pues ya de antes nos hemos percatado de que el Zodiaco no nos vale y que ya murió de cáncer y desvirgado.
Pero sin dejar de mirar hacia arriba y hacia dentro, el Jesús de la Biblia nos presenta una alternativa vital que el horóscopo es incapaz siquiera de soñar. El firme convencimiento de que Cristo resucitó, perdonó nuestros errores y que hoy nos escucha atentamente es una experiencia que destrona lo conceptual sin contradecirlo. Esta fe en un Dios dinámico, personal y de amor es la fe escrita con
efe de fuego y de fundamento, que no de fraude y frustración de las constelaciones sin alma. La nueva perspectiva del Cristo de Nazaret hace que, cual símbolo enfrentado de piscis, se nos rompan las
microperspectivas del claustrofóbico acuario para hacernos fluir hacia el mar donde nos encontrarnos con nosotros mismos justo en el momento en el que nos encontrarnos con Él.
A pesar de que todavía nos quedan signos de leones por acallar y escorpiones que sacudir, la contundencia de este Jesús cercano no tiene límites de alcance, ni siquiera los de nuestro contradictorio universo interior. Tras ser rescatados por Él, sabemos que sus brazos no se abren sólo para
buenos, ya que, si así fuera, no habría abrazo, pues la balanza –también la de Libra– nos pone a todos en el debe.
No sé del todo bien por qué, pero uno acaba descubriendo que el destello del cielo más real sólo podía proceder de aquel que ha demostrado a la muerte misma por qué se hace llamar
La luz, aquel quien nos creó para darnos un futuro estelar sin dejar nada al azar. Lo más grande de esto es que sólo depende de nuestra elección, respecto a qué o a quién entregamos el destino, aquel resto de nuestra vida que comienza tras la lectura de este punto… y aparte.
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